domenica, agosto 31, 2014

ReJuventud


Estaba crudo y durmiendo cuando el viejo maestro tocò a mi puerta. No lo esperaba. Su llegada me sorprendió completamente. Tanto me cogió a la improvista, que abrí sin preguntar quien era, en calzoncillos, con la boca blanca y pastosa y con los ojos llenos de lagañas. Cuando lo vi ahí, las largas barbas blancas con su sweater gris de lana afuera del quicio de mi puerta, me quedé parado como un idiota, adormilado como estaba. Sentí lo que se siente cuando te encuentras con un viejo amor con el que terminaste de manera tan brutal, que si lo piensas, sólo puede resultar en comicidad. Sentía que las piernas se vaciaban de toda sangre, que el vientre se convertía en un agujero gris en el que mis ojos y mi cabeza, con un helado y tembloroso impulso parecían querer sumergirse.
No sé como fue que entró, pero cuando me di cuenta el viejo ya estaba adentro. Auscultaba mi casa, la caja vacía de pizza sobre la barra, los vasos sucios, los libros desordenados, el olor rancio a tabaco, la penumbra de las cortinas cerradas desde hace quién sabe cuanto tiempo.
- ¿Qué hace aquí el Maestro? ¿De dónde sacó mi dirección?
Idiota, es un hombre poderoso y con recursos. Vino a confrontarte por aquella historia. Por eso que dicen que pasó entre tú y su joven mujer (la ùltima de las muchas). –
Mientras, el Maestro miraba los cuadros de palomas colgados en la pared. Me hablaba, pero entre la agitación en mi cabeza aún adormilada y la lentitud de una mañana que parece noche, lenta y densa como grasa quemada, yo no entendía nada. Sólo escuchaba el sonido profundo como una herida en la montaña, sordo como la voz de ese antepasado que viene a darte malas noticias, profecías importantes, de las cuales tu no comprendes siquiera que llevan tu nombre.
Yo quería decirle que entre yo y su mujer no había sucedido nada, que todos eran rumores, habladurías de ese mundito tan pequeño y tan perverso al que pertenecemos y del que él es el Gran Maestro y Cacique protector. Quería decirle que en ese tiempo que trabajamos juntos, ella y yo, si ella se arreglaba, se pintaba los ojos y se ponía su sweater rojo, y que si los amigos decían que incluso guapa se veía cuando estaba a mi lado (en contraste con lo dura y agresiva y plúmbea como cielo de Milano que suele ser), era sólo porque Eros danzaba entre nosotros sin tocarnos, que ese era nuestro trabajo, hacerlo danzar entre nosotros. Quería decirle que yo la abrazaba después de las sesiones porque la quería, compañera, y que si no la toqué más allá de eso no fue por respeto a él y a sus canas, sino por respeto a ella y a nosotros (jamás imaginé como habría de terminar esa historia conmigo, conmigo bandido y desterrado).
En fin. En cualquier caso no importa lo que pensaba o lo que quería, con todo ese barullo y desconcierto, y con el talante alto y sereno del viejo (que extrañamente ya no parecía tan viejo después de unos minutos en mi casa), simplemente yo no lograba articular. Eso sí, intentaba, ridículamente, de mantenerme con un cierto tono de presencia y dignidad.

De repente, el viejo maestro se detuvo en su paseo por mis espacios, volteó su mirada hacia mi con un rostro que no sabría bien decir de cuándo era, y finalmente, me dijo algo que pude comprender:
-¿A usted no le gusta Kant verdad?
-¿Qué?
-Kant.
-¡Ah Kant!- Mi cabeza giro treinta grados hacia la izquierda, luego treinta grados hacia la derecha, el ceño fruncía y sentía ganas de vomitar; no por que no me guste Kant, ¡¿quién está pensando en Kant?!
-No, no le gusta… Sabe, yo… yo creo que Kant…. Es casi tan buen pensador como Ignacio de Loyola… - Y me mira con dulzura, como esperando mi parecer.
- A mi me gusta Deleuze – le dije, - tiene un muy buen libro sobre Kant. Puedo prestárselo si quiere. –
Me dirigí entonces hacia el desorden de los libros y torpemente comencé a buscar ese tomito de la portada naranja, colección teorema, editorial Cátedra, “La filosofía crítica de Kant” de Gilles Deleuze. Sin embargo, antes de que pudiera encontrarlo sentí algo extraño a mis espaldas, algo que me puso la piel de gallina, algo difícil de describir, inmenso, inefable.
Cuando me giré, frente a mi no había ya ningún viejo. Ahí, en medio de la sala, se erguía un joven alto, delgado, de hermosas barbas oscuras y mirada cautivadora y sí, buena. El sweater gris de lana era ahora una camisita a cuadros azules y manga corta que revelaba un tatuaje fascinante aunque imposible de recordar impreso para siempre en su antebrazo derecho.
Me quedé pasmado, con un libro que no era en la mano, mirándolo salir como había llegado y sin decir, ni él ni yo, una estúpida palabra más.

Nessun commento: