domenica, settembre 15, 2013

CONTRA LA INERCIA LA MEJOR VIOLENCIA


Por Una Economía Estratégica De La Protesta

            Siete mil millones de seres humanos nos movemos a más de ciento siete mil kilómetros por hora alrededor del sol y a casi un millón de kilómetros por hora alrededor del centro de nuestra galaxia, pero aquí, sin embargo, nada se mueve. Al mismo tiempo, cargamos sobre nuestras conciencias al menos los últimos cinco siglos de historia de occidente, sino es que los últimos dos mil o seis mil años. Y sigue, llega la mañana, la marabunta se levanta, los obreros a la fábrica, los niños a las escuelas, los ejecutivos a sus oficinas al tiempo que, en el otro lado del mundo, la marabunta se echa exhausta a dormir. Lo único que nunca se detiene es este enorme quasi-mecánico dispositivo. Todo se mueve y a la vez todo permanece igual. Todo se mueve para que todo permanezca igual, y a todo este todo, en mi pequeño pueblo entre las nubes, se le llama inercia.
            Pocos, sino es que ningún hombre o mujer contemporáneo, defienden sinceramente la realidad inercial en la que, sin movernos, nos movemos. La devastación ecológica planetaria, la holocáustica desigualdad económica y la profunda crisis cultural e institucional son sólo algunos de sus índices más evidentes. Los más los señalan con preocupación,  con cinismo o con angustia, mientras siguen haciendo lo mismo que hicieron ayer. Por otra parte, hay quienes creen, sincera o falsamente, que empujando con suavidad hacia acá o hacia allá, con el tiempo, esta monstruosamente enorme masa en movimiento cambiará de dirección. Hay quienes esperan, quienes desesperan, hay quienes se aprovechan y hay también aquellos, quizás los menos, quienes como un David microscópico frente a un gigantesco Goliat, heroicamente luchan para cambiar de dirección. Lucha heroica y también frecuentemente trágica, pues, frente a semejante inercia, la honda y la piedra parecen obsoletas, el gesto fútil y el resultado nulo o incluso contraproducente.

            En los últimos doscientos años, desde los tiempos de la ilustración (aunque hay quienes opinan que desde el inicio de las grandes civilizaciones), los hombres se han especializado no sólo en el dominio y explotación de la naturaleza, sino, también, en el dominio y en el gobierno de otros hombres, fuente privilegiada de valor y de saber. De hecho, toda la historia de la civilización occidental puede observarse desde esta perspectiva, atroz y terrible como nuestros tiempos. Una historia o prehistoira de opresión material y espiritual de los hombres hacia los hombres (y el planeta entero),  que unida a la situación actual de emergencia global, se vuelve aún más absurda e indignante si se considera que, desde hace casi un siglo, dicha explotación devino completa y totalmente innecesaria. Hoy sabemos que las crisis económicas no son por escases, sino por sobreproducción, y sabemos también (si queremos y podemos), que el sistema actual, tal y como está estructurado y de acuerdo a su movimiento inercial, no resuelve problemas, sino que los produce y sostiene, en tanto aquellos resultan más redituables para algunos pocos, encaramados como están en sus sólitas cúspides nebulosas.

Bajo distintos nombres, máscaras y novedades, los dispositivos de control y administración, los sistemas y las técnicas del dominio de los hombres sobre los hombres se han refinado, especializado, multiplicado y, sobre todo, han devenido ubicuos, están en todas partes y han penetrado enteramente el ensamble social. Dichas tecnologías de la sujeción, de la explotación y el disciplinamiento, han sufrido y hecho sufrir en un continuo y minucioso proceso de racionalización que, además de volverlas infinitamente más eficientes y eficaces, también las ha hecho mucho menos visibles. Si éstas, por necesidad o estrategia se manifiestan, lo hacen también para demostrar su aparente invencibilidad. Los “gobernantes”, administradores de la explotación, han aprendido bien sus lecciones sociológicas, psicológicas y de economía política. En los vertiginosos doscientos años que han pasado desde las revoluciones burguesas, ha sido posible sostener niveles de injusticia y desigualdad intolerables bajo otros sistemas político económicos. ¿Cómo es esto posible? ¿No debería haber sucedido ya una transformación profunda? ¿Por qué no ha sucedido? ¿Está por suceder? ¿Qué senderos, estrategias locales o generales adoptar o rechazar? Preguntas muy difíciles para las que se han dado muchas respuestas, en general insatisfactorias. La voracidad asimiladora, digestiva y neutralizante del capitalismo global, su persistencia y resistencia, son un problema verdadero. Hoy resultaría ingenuo suponer que los múltiples esfuerzos de resistencia que se llevan a cabo, en formas y niveles muy diversos, están teniendo éxito contra esta maquinosa maquinaria aplastante. La realidad de los esfuerzos que se oponen al actual sistema, en México, en América del Norte, en Europa en Oriente o en África, es, por decir poco, desalentadora. Por ello es necesario y urgente reflexionar sobre las estrategias de oposición, resistencia, protesta y lucha, actualizarlas a la economía política de la represión, control y disciplinamiento contemporánea, desarrollar nuevas tecnologías de la protesta, nuevas economías estratégicas de lucha. Frente a la violencia del mecanismo, es necesaria mayor violencia, pero sobre todo, mejor violencia. Esto lo han entendido muy bien los detentores de los poderes e intereses: multiplicando, difuminando, minimizando y focalizando el ejercicio represivo y dominador, de modo que éste resulta enormemente más estable y eficaz. Es mucho más económico el cálculo de dejarlos ocupar las plazas o las calles, dejarlos manifestarse, hasta que cansen o se cansen, es mucho más barato políticamente “contener” los movimientos pacíficos, esperar a que desesperen, y si no desesperan, hacerlos desesperar o mandar a otros desesperados asalariados halcones y provocadores. Ningún movimiento, de los cientos, quizás miles, que han tenido lugar en los últimos años (con dignas excepciones a la regla), han obtenido lo que buscaban. No podemos entonces seguir repitiendo las estrategias, no tiene ningún sentido continuar con las mismas prácticas de resistencia, o peor, depender de la coyuntura y la casualidad, esperando mesiánicamente que el batir de las alas de la mariposa desencadene una protesta capaz de una transformación nacional o global (por cuanto este ordenarse del azar sea, de alguna manera, siempre necesario para un evento). Las reacciones, sean éstas violentas o diplomáticas, son siempre precisamente eso, reacciones, y la reactividad parte ya en desventaja contra el mecanismo, especializado en el cálculo costos-beneficios, maestro de la anticipación por proyección de escenarios posibles. Tampoco es suficiente sólo apostar a un cambio privado o interior, un desistir en los intentos de cambiar el mundo para comenzar por cambiarnos a nosotros mismos (por cuanto esto sea necesario), o bien, suponer que, aplicando las nuevas tecnologías a las viejas estrategias estas se volverán más eficaces. Como si decir hoy por Twitter lo mismo que se decía hace años de alguna manera lo actualizara volviéndolo capaz de penetrar y cambiar la dirección inercial y de colisión que la masa multiplica. Esa capacidad de reformulación estratégica del discurso y de la práctica fue uno de los grandes aciertos de Marcos y el EZLN, que les facilitó también la resonancia nacional e internacional de la que aún gozan. Resonancia y prestigio quizá disminuido en virtud también de décadas de confrontación con esa economía política de la represión, que en un totalizante autoritarismo perverso coloca, en un mismo bando, a los policías antimotines, a los visitadores de las comisiones de derechos humanos y a los medios masivos de comunicación.
Quiero ser claro, no estoy condenando las formas actuales de protesta y de ninguna manera mi juicio tiene un carácter moral. Estoy simplemente hablando de estrategia. Respeto y admiro a los compañeros que marchan, que ocupan plazas y edificios públicos, que bloquean calles, que lanzan piedras y bombas molotov a la policía antimotines. Su violencia está completa y plenamente justificada, incluso para Hegel en la forma de su Notrecht, el derecho excepcional en este permanente estado de excepción. Su acción, corresponde al derecho de aquel al que le han sustraído incluso el derecho a tener derechos (de manifestar, de organizarse, de ocupar un espacio público, de una vida digna, de salud, de justicia, de trabajo, de debido proceso; derechos universales que, sin embargo, encuentran siempre su límite en alguna circunstancia de excepción, p.e. el derecho a la libre circulación de terceros o el derecho a realizar celebraciones patrióticas en una plaza ocupada o el derecho a comprar un parque y construir un centro comercial). El problema es que, sencillamente, desde hace tiempo esas estrategias prácticas y discursivas funcionan poco, o mal, o no funcionan o peor, son funcionales a los intereses establecidos y a su decisión política de continuar con la actual explotación. Las marchas pacíficas fueron eficaces en algunos casos, se piense a la enorme violencia ejercida por Gandhi (mucho mayor que la de Hitler dice Žižek para provocarnos). Y es que en efecto, un cambio de dirección para esa enorme masa inercial implica, necesaria y rotundamente, una enorme resistencia. Resistencia tal, que no es siquiera percibida como resistencia, sino como mantenimiento de la paz y del estado de derecho. El cálculo de la resistencia que ejerce un movimiento no inercial es importante, pero, sobre todo, es indispensable una estrategia concreta y eficaz para superar esas resistencias, sobre todo si, como es el caso, éstas son de órdenes de magnitud considerables. Por eso, desde una perspectiva estratégica, resulta económico presentarse como aquel que moverá a un país hacia la modernidad, contra toda normal y comprensible resistencia, cuando en realidad concretamente sólo se sigue en la misma inamovible dirección.
Ahora bien, estas inversiones semióticas como otros desplazamientos semánticos o sujeciones simbólicas, se aplican no sólo ni exclusivamente a nivel centralizado, en los comunicados oficiales, en las notas de las grandes cadenas televisivas, en la publicidad o en las técnicas organizacionales de las empresas. Dichas tecnologías semántico-semiótico-simbólicas o “sobre-estructurales”, por cuanto resulte indigesto, reposan en la explotación y el aprovechamiento racionalizado de tendencias naturales. Esto no significa que, como precisamente quisiera presentarse “el mecanismo”, este sea el único o el mejor, en tanto es “natural”. Pero tampoco puede ser pensado como algo distinto o separado de la "naturaleza". Expulsar la "naturaleza" (ideas físicas como inercia, entropía o equilibrios energéticos) de la comprensión de los mecanismos sociales, significa, precisamente, cometer la misma simplificación en la que caen los defensores del status quo: separarse de la "naturaleza" sólo para encontrarla de nuevo, negada en el interno, y proyectarla objetualizada hacia el exterior. No puede comprenderse ni destruirse el mecanismo sino se reconoce su capacidad para capitalizar, sí de manera social, procesos o tendencias "naturales": energéticas, perceptivas, psicológicas, lingüísticas o mecánicas que sean. Ahora bien, y esto es fundamental: saber racionalizar los fenómenos de acuerdo a ciertos intereses no quiere decir, absolutamente, ni que los intereses sean racionales ni que su racionalización sea la más razonable posible, sin embargo, de acuerdo a la economía de esa racionalidad determinada, probablemente sino la mejor, esa será una de las racionalizaciones más económicas en función de esos intereses.

Dicho todo lo anterior, ¿cuáles son entonces, concretamente, estas técnicas y tecnologías para una economía estratégica de la protesta y de la lucha? La respuesta es clara y negativa, no puedo saberlo. Sin duda, movimientos jóvenes y no tanto han tomado pasos en esa dirección, pero la urgencia y necesidad apremian y hoy no resulta claro, ni aquí ni en otros lugares del mundo, que tácticas correlativas a la potencia disciplinante y seguritaria contemporánea estén siendo desarrolladas y puestas en obra para contrastarla. La impresión es más bien de una posición ideológica e inmediata contra otra, es decir, de una lucha que se supone natural contra fuerzas que se suponen innaturales. Es necesario, en cambio, penetrar en la naturaleza del maquínico mecanismo, salir de la inmediatez de la reacción para encontrar estratégicamente los medios, multiplicarlos, volverlos ubicuos, afinar sus puntos de aplicación en modo que su violencia tenga efectos y que esos efectos sean los deseados, sobre todo en el nivel del imaginario, del ámbito simbólico y pulsional (estrategias para transformar aquello que se desea). Sólo así, un movimiento de los cuerpos será en grado de desplazar a los actuales voraces y caoideos acaparadores de los medios de producción y comunicación.