venerdì, luglio 03, 2015

Durango 66 (ensayo fallido de Matrioska)


“Esperas que desaparezca la angustia
Mientras llueve sobre la extraña carretera
En donde te encuentras

Lluvia: sólo espero
Que desaparezca la angustia
Estoy poniendo todo de mi parte”

R. Bolaño


Se prueba.
Durango 66 ya terminó; no podrás ir a verla mañana, ni el fin de semana. Su temporada parece ida, al menos por ahora. Así las cosas, si se escribe sobre ella o sobre de ella no es para conminarte o disuadirte, ni para mostrarte o demostrarte, ni para algún fin en realidad. Nunca se escribe sobre esto para eso. Se escribe más bien porque está lloviendo, porque duelen el hígado y las piernas, porque no hay aquí amante ni amigos y en cambio sí suficientes cigarrillos. Ni siquiera se escribe, como alguna vez se pensó, para recordar. Al menos no propiamente. Imagínate, ya el ejercicio de memoria que es Durango 66 comienza advirtiendo que más que reconstruir un suceso, sólo se intentará iluminar un territorio, por un instante, como un relámpago en la noche. ¿Y para qué sirven los relámpagos, además de para insuflar de vida amasijos de cadáveres?
Por eso, escribir sobre un territorio iluminado por un relámpago durante una noche puede ser, solamente, otra vez, iluminar por un instante una luz ya de por si instantánea, una luz más deslumbrante que alumbrante, la potencia de un lumen no tanto constituyente cuanto destituyente (algo así como un medio sin fin). Claro, nunca faltarán aquellos que pretendan hacer la eternidad de una instantánea, el juicio final de una fotografía, su redención o su condena. Lástima, mientras dure la tormenta cabe siempre el rayo, presto a desmentirnos.
Durango 66: Al final, cajas dentro de cajas, una escatología perversa anuncia con voz mecánica la infalibilidad del poder. Luego, al final del final vuelve el mezcal cenizo y con él, extrañamente, el intermedio. Un intermedio que, según había dicho Mariana, ha ido poco a poco expandiéndose y extendiéndose, desierto, espacio sin tiempo o contratiempo del espacio: Bar Belmont. Al final, me acerco a Vargas, estoy en deuda con él pero no quiere recordarlo. Me pregunta -¿y ahora, cómo te llamas? ¿qué nombre portas?- Le digo no, (por desgracia) soy yo. Yo: materia de profetas, pobre redundancia predecible, segura identidad, destino quizá. Lo abrazo, sinceramente. Este trabajo de Teatro Línea de Sombra, por fortuna, no es de lo mejor de su obra, no es de lo mejor en general, no es descomunal. Además, como era menester, me ha dejado un hueco, un abierto agujero. Le digo que no quiero dirigir teatro nunca más y me dice -“espera hasta terminar”-. Le digo que necesito su ayuda y le hablo de dos proyectos. Él me responde que -“como la experiencia del siglo pasado ha demostrado, los proyectos políticos están agotados; el sistema todo lo integra, todo lo digiere… no obstante, hay propuestas muy interesantes en el campo de las artes”-. Con esas palabras se repite aquí, en éste otro final, el golpe que ya me habían dado durante la función. Quedo de nuevo sacudido: alegremente desencantado en una ilusión sin consuelo. Alcanzo sólo a recomendarle el mismo libro que últimamente he andado recomendado por todas partes (no diré aquí cuál es) pero olvido decirle lo más importante. Lo más importante: si el arte es entonces capaz de organizarse de otra manera, si sus confines se han expandido, si su afectividad se ha transformado, si su materia se ha desvinculado de la que modernamente ha sido su supuesta finalidad - como en el caso en Durango 66 - entonces, quizá, otra política está ya viniendo. Al final, mi hija (que no es mi hija), me dice que con este trabajo finalmente entendió lo que es el teatro post-dramático. ¿Será?
En cambio, antes del final, el fin del intermedio: una toma de posición. Durango 66 ha intentado iluminar como un relámpago en la noche los casi 60 días de 1966 en los que un grupo de estudiantes, y junto con ellos una entera ciudad, volvieron a ser comunidad. Pero como sucede siempre ¿siempre?, cuando los líderes ¿los líderes?, se encontraron con el poder ¡el poder!; lo que quedó de aquél deseo fueron las ganas de apretujarse para salir en la foto junto a Gustavo Díaz Ordaz; lo que quedó del deseo fue la sospecha de que aquel suceso, desde un principio, estuvo marcado por la presunta infalibilidad del poder. El teatro de la Linea es de Sombra, su pesimismo organizado no hace concesiones al ilusionismo fácil. Quizá por eso dejaron atrás el teatro dramático, porque saben que el gesto y el sentir están extraviados y que nos hemos vuelto ontológicamente vírgenes, como La Jovencita, virgen de toda experiencia. Además porque entienden que parte del drama es el drama mismo; que ya no hablamos, que somos hablados por ese espectáculo que nos ha absorbido haciendo nuestro un falso destino, ese que está obsesionado por hacer propios los gestos que desde hace tiempo le son extraños. Un destino en el que el actor, en tanto privado positivamente de toda cualidad, en tanto nada que puede ser cualquier cosa, es el imán perfecto que insiste y apuntala la privación negativa a la que nos encontramos sujetados: la der ser cualquier cosa que termina siendo siempre una nada.
¿Será que lo mejor de nosotras se lo ha llevado La Jovencita?
¿O quizá esa mujer, vestida de rojo y todo el tiempo en silencio,
esa mujer que ondea, la bandera negra,
tendrá todavía algo que decir?


            Regreso. Regreso un poco más, al intermedio, antes de que me gane la angustia o se acaben los cigarrillos. Jorge León, nos dicen, disfruta particularmente su interpretación del taciturno mesero del Bar Belmont. Todos los actores nos dicen siempre que lo que hacen no es lo que son. El Bar Belmont, de Durango, no es el bello monte de tierra roja, el cerro del Mercado, el cúmulo de tierra que fue tomado; la tierra roja que los actores han delicadamente y en líneas paralelas depositado sobre el escenario del Milagro ni siquiera es tierra de Durango; los 40 fuegos que iluminaban todas las noches aquella acción política son ahora fuegos en las pantallas de aparatitos celulares. Éste intermedio: un umbral dónde la acción política no se distingue de la acción poética, dónde lo local no se distingue de lo global, dónde la memoria no de distingue de la creación y dónde parece que todo acto es de alguna manera también un acto fallido. Así la apuesta de la puesta es una y otra vez al contrapunto, o mejor, la insistencia en el contratiempo (repelente para los melodramas de Jovencitas y para las Historias Universales). Es éste, el del contratiempo, su gesto fundamental. Contrario a toda la lógica de progresión (y de progreso), tan querida por los maestros del “arte dramático”, el contratiempo es también entonces un remedio para la acumulación, para el acme, para la cómoda catarsis y el sobrevaluado orgasmo. En este sentido viene a la memoria el texto del infame Gregory Bateson (y Margaret Mead), sobre el ethos de la cultura balinesa:
“A menudo la madre comienza con el niño una interacción juguetona cosquilleándole el pene o estimulándolo hacia una actividad interpersonal; esto excitará al infante, y por un breve tiempo tendrá lugar una interacción acumulativa. Luego, precisamente cuando el niño, acercándose a un pequeño acme, lanza sus brazos al cuello de la madre, ésta última se distrae; en éste momento el niño normalmente comienza otra interacción acumulativa dando inicio a un capricho. La madre se quedará mirándolo, divirtiéndose con los arranques del pequeño, o bien,  si éste la agrede, desestimará su ataque sin mostrarse mínimamente enfadada. […] Es posible que alguna especie de nivel de intensidad constante tome el lugar del acme conforme el niño poco a poco se integra en un modo más completo a la forma de vida balinesa. […] En general, la ausencia de acme es característica de la música, del teatro y de otras formas artísticas en Bali. La música generalmente consta de una progresión, que deriva de la lógica de su estructura formal y de variaciones en la intensidad determinadas por la duración y el proceder en el desarrollo de esas relaciones formales. No posee aquél género de intensidad creciente y de estructura resolutiva que es típico en la música moderna occidental. […] En Bali no existe ni siquiera ese modo continuo de exposición que, en la mayor parte de las culturas, sirve para contar historias. El narrador, usualmente, se interrumpirá después de una o dos frases y esperará a que alguno entre quiénes lo escuchan le haga una pregunta concreta sobre algún particular de la trama; entonces responderá a la pregunta y continuará con la narración. […] Son poquísimos los balineses que aspiran a aumentar continuamente sus riquezas o sus bienes; y éstos son en general considerados desagradables o locos por la comunidad. […] Pronto se descubre que la actividad, más que estar finalizada, es decir dirigida hacia un objetivo futuro, es apreciada en si misma. […] En lugar del objetivo futuro, hay una satisfacción inmediata e inmanente en el realizar armoniosamente y con gracia, junto con los otros, aquello que es justo realizar en cada contexto particular.”  [Bali: El sistema de valores de un estado estacionario]
 
Mariana comienza a leer la primera de las 5 listas de 66 objetos que amenazó con elencar. Es 26 de junio. Se interrumpe en el 43. Se bebe, se fuma. Se permite sólo una poesía, de Roberto Bolaño. Lluvia: sólo esperamos que desaparezca la angustia, En serio, estamos poniendo todo de nuestra parte.
            Y luego el comienzo: la extraña promesa de no poder contar una historia o de contar la historia de una promesa que no promete nada. La toma del cerro del Mercado en 1966 es una suceso de poca monta, una historia olvidada, pero al mismo tiempo, es aquí en el teatro un acontecimiento sin el cual no pueden pensarse los eventos subsecuentes, sin el cual “no habrían ocurrido Tlatelolco ni San Miguel Canoa en 1968, ni el jueves de Corpus en 1971, ni Aguas Blancas en 1995, ni Acteal en 1997, ni las masacres de Durango y San Fernando en 2011, ni Ayotzinapa en 2014. Todos tristes y lamentables”. ¿Quién recuerda el nombre del tristísimo primerísimo lanzamiento en la carrera espacial? Ellos y entonces nosotros. Nos recuerdan los nombres, el mito de los hombres rojos, el escenario, el accidente y el mártir. Un mártir que murió una noche en el monte del Mercado mientras jugaba a la ruleta rusa (la bala te alcanza si insistes en seguir pensando que la velocidad no habrá de alcanzarte). Alicia lucha, presente gracias al photoshop en todas las luchas, mientras nos dice que afuera nos llaman; y baila. Fueron tan incendiarios los discursos de los estudiantes en la plaza de Durango que la CIA ordenó registrarnos todos en cintas magnéticas; unas cintas que parece que nunca existieron. Los viejos aparatos electrónicos fallan, tardan mucho en encender y no provienen de Durango. En un viejo modular de aquellos años se escucha una estación de radio contemporánea. Se dibuja sobre un pupitre la figura de un pasillo oscuro que va de la memoria a la palabra. Se cantan canciones de Dylan que se sabe y no se sabe dónde fueron compuestas. Se acaban los cigarrillos. Habrá que imaginar más.
Menos mal (tra la lá) que “estas botas fueron hechas para caminar”


Ps.- Extrañamente (por defecto de esos misteriosos vericuetos del tiempo), mientras escribíamos sobre unas Sotas y sin haber aún visto Durango 66, estábamos ya escribiendo sobre ella. Seguramente no fue prevista aunque sí, tal vez, presentida.
Ps2.- No se le otorgue demasiada importancia a la posdata anterior. Es sólo una nota extemporánea.




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