¿Cuánto tiempo hace que nos miramos por última vez? Buscando
una referencia cierta, un punto de apoyo, intento poner orden en el tiempo para
saberlo. En el estado en el que se
encuentran mi cuerpo, mi cerebro y su medula espinal, mi corazón -infestados
como están por este quiste tropical- me invade el temor de que al final no
percibas más que la banalidad de un delirio. Algo cierto, que me permanece, es
sobre todo una sensación nada reconfortante de esta distancia que nos separa:
breve y larguísima a la vez. En ella tu recuerdo es cálido; doloroso y cálido.
Una mano extendida cuya caricia se aleja, una mirada curiosa en medio de la
muerte, una voz amiga que no quisiera olvidar.
¡Qué extraña experiencia es extrañar! ¿Qué habrá sido de tu
tiempo, de tu cuerpo, de tu voz? El tiempo, como sabes, no es lo que miden los
relojes. No sé si el tiempo es y estaría hecho pedazos si fuese alguna cosa. Quizá
sea una ciudad que no tiene nada de eterna, una ciudad en ruinas; o quizás el
tiempo, mucho más que un rostro monótono y dos manecillas, tenga más bien la
faz de las montañas, donde “cada rasgo, cada relieve, cada vena, corresponden
al curso de un río infinitamente lento, el de las erosiones, que habrán pasado
–pero nadie puede decir cuándo- por episodios sísmicos o volcánicos de número
incierto…” O quizás, más humanamente, el
tiempo parece más bien y a un tiempo la nostalgia, la impaciencia, el olvido,
la espera, la cuerda y el abismo. Aquí lo vemos eternamente regresar,
arremolinarse y extenderse, mezclarse, cristalizarse. Vemos al tiempo
sobreviviendo, maraña de serpientes, temblor de tierra, antídoto y veneno. Todo
él está fuera de si -diferido y anacronía-. Sobre todo ahora que en esta isla
me encuentro, con toda articulación dolorante,
con la vista nublada, con la memoria abrazándose a tu voz que se me escapa y con
el tiempo lloviéndome a cántaros quebrados sobre la cabeza.
Hice las cuentas (todavía puedo hacerlas) y son dos años
desde que contraje la infección. Lo que no acabo de saber es si te conocía
entonces, si estábamos juntos, si ya me había marchado, si alguna vez regresé.
Siempre he pensado que también la memoria es una experiencia compartida. Por
eso más allá del beso de aquella garrapata, no me sorprende tanto esta
improbable anamnesia. La distancia de nuestros cuerpos hace una latencia de la
huella, un susurro del grito, un fantasma inaparente de la carne. ¿Pero que
sería de la vida sin el olvido?
Ahora, no todo está lejos ni olvidado. La memoria se comparte
también con esos sujetos a los que los sordos insisten en llaman objetos: un
perfume, esa nota olvidada en un cajón, dos gatos, una bolsa abandonada, aquella
mancha en aquel muro, éste puño carmín de arena que se me escapa de las manos.
Por eso sabemos los dos que aunque todo se pierda, no todo estará perdido. Quizá por eso, también el día de antier lo
recuerdo con nitidez, y con él y dentro de él tantos otros días, tantos otros
tiempos.
Fui al teatro, sí. Fui porque un hombre bueno me llevó casi
arrastrándome, indispuesto como estaba (así también me ha llevado al médico).
Además me llevó a ver una obra de la Compañía Nacional. ¿Te imaginas? Esperé
bajo la lluvia, entre refunfuños, escuchando a un dolor que ahora habita la
muñeca, ahora las rodillas, ahora las plantas de los pies, hasta que finalmente
dieron acceso al Juan Ruiz. El teatro estaba casi vacío: función para prensa de
La Sota de Los Grandes Muertos de Luisa Josefina Hernández. Comienzo por
hacerte un recuento normal y formal (luego tendré tiempo para lo más
importante):
Fulana de tal, actriz, no obstante su
juventud, muestra otra vez la buena consistencia de su oficio. La innegable
voluntariosa pasión que la anima va acompañada por un sentido superior y agudo
de la técnica, un sentido espiritual, que le permite lanzar al espacio su
aliento con gran distancia y buen registro, sin sucumbir demasiado el gesto a
la inmediatez del efecto. Así, la estructura de la que nos hace partícipes es
en general sólida y resiste con simplicidad y coraje los momentos de mayor
intensidad dramática. Tristemente, a menudo sus decisiones tonales específicas
son verdaderamente desafortunadas (quizá por su situación, quizá por indicación
de la dirección); y es en esos detalles dónde se destruye la simplicidad de su
personaje, complejizando su carácter y alejándolo
de la antipatía del espectador, quizá por una excesiva reducción de la
distancia, por un exceso de identificación (pero esto es un problema más grande
que la actriz). Por otra parte, el
trabajo de su compañero “protagonista” -actor invitado y con maquillaje
coloreado para hacerlo parecer mulato- es verdaderamente lamentable. Plagados
sus gestos de clisés, carente de organicidad, ausente de la situación, lo único
que puede decirse de aquel actor es que tiene masa corporal. Mi primo, en
cambio, está muy bien como siempre, y las escenas con el monstruo-maestro
Arreola son particularmente gustosas, salvo porque en ellas se hace más
evidente una ruptura en la unidad del montaje que no logró resolverse
(asumiéndola y exacerbándola o articulándola e integrándola) . Hay dos
distancias en la puesta, y cada actor-actriz (incluso el mismo actor-actriz),
las trabaja indiferentemente sin solución de continuidad. Esa fractura, que
insisto no parece ni asumida ni
articulada, asemeja más bien a un síntoma. ¿Qué es el realismo? es la pregunta
que queda en el aire. Sin ánimos de insistir en los recargados panegíricos
hacia Luisa Josefina, su texto, de sabor chejoviano-campechano, es descomunal (quiero escuchar con calma
todos los demás), pero esa magnitud quizá ha puesto en dificultad a directores
e intérpretes, -¿por qué?-. Porque en efecto, muy a mi pesar, entre las líneas
de Los grandes muertos se
materializan aspectos de la realidad histórica “mexicana”, de sus tensiones,
contradicciones, síntomas, latencias, crisis y sobrevivencias (¿es todo eso una
identidad?) que estando demasiado cerca de la mirada son harto difíciles de
interpretar.
Con Nietzsche, con Warburg, con
Didi-Huberman, recuerdo que en el arte y en la cultura se anida no un origen,
sino una emergencia más bien trágica. “El arte está en el nudo, el arte está en el centro del remolino de la
civilización”. El arte, la cultura, la historia, la memoria, la supuesta
identidad, no pueden entonces simplemente ser tomadas como objeto del saber. En
ellas estamos implicados, formamos parte de ellas de manera vital. Esto significa, entre otras
cosas, que si hay algo que da consistencia a una supuesta cultura, a una
supuesta identidad, esto será sobre todo aquello que está estructural y
constitutivamente fuera de campo, el punto ciego en el nervio óptico, lo
obsceno, todo eso que hemos olvidado, los fantasmas, los síntomas, las
sobrevivencias del pasado; no tanto sus Grandes Muertos cuanto sus muertos
pequeños, los cadáveres en el armario, los invisibles y subterráneos inconscientes del tiempo. Ningún arte
será capaz (¡y menos mal!), ningún arte será capaz como quisiera “La Compañía
Nacional de Teatro” (detrás de cuyas líneas se escucha con claridad el estilo
de un nombre), ningún arte será capaz de “objetivarnos y de revelar la
identidad de lo que somos al traer a la presencia lo que hemos sido”; no en
esos términos. Aquella es, lo sabemos desde hace tiempo, una promesa y una
amenaza de la institución, una estrategia del poder, la fórmula científica no
ya de la subjetivación, sino de la sujeción objetiva. Sus chantajes son
clásicos: la develación del origen, del trauma originario; la simplificación de
la historia como una sucesión y progresión biologizada de origen-esplendor-decadencia-muerte;
la reificación de una presentación plena, de una pura presencia de lo que fue y
de lo que es; la captura-liberación de un sujeto objetivado a través de una
identidad estable -fundada en un pasado único, fáctico, que ha sido- y que nos
daría sentido. Las cosas son, ¡ay de mí! ¡ay de nosotros¡ ligeramente más
complejas. Pero no te preocupes, no demasiado
Piensa al ejemplo concreto de La Sota de Los Grandes Muertos. No entro en los detalles de la trama, ya la
habrás visto o leído, o podrás hacerlo. Eso que hemos sido y que supuestamente
el mirador que es el teatro traería a la presencia sería, entre otras cosas, la
cuestión racial, estrechamente vinculada al colonialismo occidental y a sus epistemes, a sus formas de conocer y de
asignar valores de verdad. ¿Qué historia cuenta, qué pasado se rememora, qué
nombres se olvidan? Desgraciadamente, creo, la historia que se repite no es la
historia de las dos pequeñas niñas indias Yaqui muertas ahogadas en el aljibe
de la hacienda; dos pequeñas niñas Yaqui
sin nombre interpretadas por dos pequeñas actrices blancas maquilladas y despeinadas, representadas como bestias que escaparon de sus
dueños y que son “rescatadas” por la bondad de la patrona europea, liberal e
independiente. Esa pequeña historia, síntoma y contratiempo de la gran historia,
sobrevivencia que a pesar de todo vive en mí y en los tiempos, no es sin
embargo allí la historia que cuenta, es sólo, genialmente, su síntoma. ¿Son más
bien los Grandes Muertos los que le interesan, la historia de La Casta Divina? Sería normal y no culpa
de nadie en particular. De hecho si observas el elenco de la Compañía Nacional,
podrás percibir sin mayor dificultad su general blanquitud, al grado que no tienen buenos ni suficientes prietos para
interpretar ni a los indios ni a los soldados mestizos (claro, esto no es un
síntoma, es sólo otro detalle superficial). Parece, a reserva de escuchar el
resto, que tanto el texto, como el elenco y el montaje dejan obsceno lo ya
siempre obsceno, lo maquillan, lo mantienen siempre siendo un fantasma
trasparente, lo normalizan e incluso lo institucionalizan: discurso sobre la
identidad nacional nada excelente. En el
fondo lo que se dice es algo así como “a pesar de todo el sufrimiento y el
sacrificio que implica, es mejor la blanquitud, todos somos y todos queremos
ser la blanquitud, la blanquitud es ‘la objetiva’”. Claro, esa afirmación,
propiamente hablando, no pertenece a ninguno. ¿Recuerdas, estabas presente
cuándo hicimos aquel pequeño ejercicio de Semana Santa para el maestro Manzano
que en paz descanse? Yo quería que en el “desfile de los pecados” fuera el
hombre el que se colgaba de la mujer, pero aunque lo intentamos, no teníamos el
tiempo. Terminó siendo ella quién se colgaba de él (para mi lo importante era
el colgarse). Seguidamente una joven actriz propuso que quería estar colgada
desnuda de cabeza; luego bajar y tomar su palabra y su lugar. Bien, por esas
formas una psicóloga me determinó machista. ¿Cómo decirle que no lo soy? ¿cómo decirle que me hace falta hacer más
tiempo? Le expliqué el proceso, pero no tenía ninguna intención de
defenderme.
Lo que quiero decirte con todo esto es que
creo que un efectivo proceso de subjetivación, no se sujeción, pasa por una
necesaria, peligrosa y violenta ruptura (digamos autocrítica, crisis por no
decir autodestrucción). Un proceso que el
imperativo de autovalorización objetiva de nuestras sujetidades estetizadas
hace parecer impracticable. Sólo uno cualquiera que no sólo tenga todo que
perder, sino que más allá de no perderlo todo no tenga nada más que ganar, quizá
puede acercarse a eso que todavía hoy, a pesar de todo, insistimos en llamar
“realismo”.
Los detalles y las reflexiones que esta
macabra memoria te comparte, detalles como síntomas que podría multiplicar pero
que aun así no bastarían para romper sus resistencias, si son síntomas, son síntomas del tiempo, contratiempos en el
espíritu del tiempo, es decir “la
ritmicidad muy particular de un acontecimiento
de supervivencia: efracción (surgimiento del Ahora) y retorno (surgimiento
del Antaño) mezclados.” No se trata de una “pura y simple negación de la
historia” o del “tiempo mismo”, sino más bien una afirmación de la impureza del tiempo, de su ser y no ser
consistentemente bastardo. No se trata como piensa el maestro (que algo ya ha
entendido) de un pasado pasado que es traído al presente presente y con ello
nos realiza objetivándonos y nos proyecta hacia el futuro. Se trata más bien de
un pasado-presente y de un presente-pasado implicados ya siempre en el
movimiento del deseo que puede producir verdadero futuro; o no. Dime sociópata
si quieres, delirante si prefieres, pero el poder
del contratiempo, que constituye en la historia lo significativo, lo que
“ejerce una influencia” real, “no puede aparecer […] más que como un ‘actuar
contra el tiempo, y por lo tanto sobre el tiempo’”.
‘“Toda fuerza
auténticamente histórica (y la supervivencia es una de ellas) debe saber
producir el elemento no histórico que la contramotiva, lo mismo que toda fuerza
de rememoración debe saber producir el elemento de olvido que la sostiene. […]
De ahí la famosa exhortación lanzada a los historiadores: “Y, si os hacen falta
biografías, que no sean las que llevan por título ‘El señor Tal y su tiempo’,
sino las que deberían tener por título ‘Un luchador contra su tiempo’ (ein Kämpfer gegen seine Zeit)’”
¿Y no puede decirse que hoy, el espíritu del tiempo es el de
la desaparición? ¿Que por todas parte el tiempo nos repite que aquél o aquella
que luche contra su espíritu será condenado a desaparecer, a permanecer sin
nombre y sin tumba, como el contratiempo de dos pequeñas niñas, dos pequeñas
indias Yaqui, violadas, ahogadas, enterradas en medio de la nada, obscenas y
olvidadas al final de la puesta? Quizá para ti, no puedo saberlo, de lo que se
ha tratado todo ha sido precisamente de esas dos niñas desconocidas. Permíteme
entonces, por lo menos, el beneficio de la duda. Una duda formal, pero también
material y expandida. ¿Quiénes luchan? ¿Cómo luchan? ¿Qué tanto luchan? ¿Hasta
dónde luchan en y contra el Zeitgeist?
Y es que es tan fácil corazón confundirnos, buscar que sea nuestro nombre el
que viva y no nuestro síntoma el que sobreviva, reincidir en la repetición y no
en la ruptura, suplantar con “el eterno retorno de lo idéntico” al “eterno
retorno de lo mismo”, temer tanto que nos desaparezca el contratiempo y así,
hacer de todo por aparecer con el tiempo. Pero corazón (y era esta y no otra la
razón por la cual, ya serenas, te escribo), después de mucho cavilar y mucha
locura se ha concluido que el contratiempo, en la vida, en la cultura y en la
vida de la cultura, habrá de reaparecer. No solamente porque es lo obsceno lo
que sostiene a la escena, sino porque es también lo que la destruye, lo que la
invierte y la pervierte, cambiando con su síntoma su signo; y también, ojalá,
su sino o su des-tino.
No desesperemos.
Bien, esto es cuanto por ahora. Desaparezco otra vez, olvido
de nuevo, retorno a los síntomas. Sólo una última cosa: ¿Has visto que hermosa
palabras que es “reconocer”? ¿Será porque se escribe igual al derecho y al
revés?
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