mercoledì, giugno 17, 2015

BOTELLA AL MAR: Tiempos, síntomas, memorias y uno de Los Grandes Muertos.

 
    ¿Cuánto tiempo hace que nos miramos por última vez? Buscando una referencia cierta, un punto de apoyo, intento poner orden en el tiempo para saberlo. En el estado en el que se encuentran mi cuerpo, mi cerebro y su medula espinal, mi corazón -infestados como están por este quiste tropical- me invade el temor de que al final no percibas más que la banalidad de un delirio. Algo cierto, que me permanece, es sobre todo una sensación nada reconfortante de esta distancia que nos separa: breve y larguísima a la vez. En ella tu recuerdo es cálido; doloroso y cálido. Una mano extendida cuya caricia se aleja, una mirada curiosa en medio de la muerte, una voz amiga que no quisiera olvidar.

¡Qué extraña experiencia es extrañar! ¿Qué habrá sido de tu tiempo, de tu cuerpo, de tu voz? El tiempo, como sabes, no es lo que miden los relojes. No sé si el tiempo es y estaría hecho pedazos si fuese alguna cosa. Quizá sea una ciudad que no tiene nada de eterna, una ciudad en ruinas; o quizás el tiempo, mucho más que un rostro monótono y dos manecillas, tenga más bien la faz de las montañas, donde “cada rasgo, cada relieve, cada vena, corresponden al curso de un río infinitamente lento, el de las erosiones, que habrán pasado –pero nadie puede decir cuándo- por episodios sísmicos o volcánicos de número incierto…” O quizás, más humanamente,  el tiempo parece más bien y a un tiempo la nostalgia, la impaciencia, el olvido, la espera, la cuerda y el abismo. Aquí lo vemos eternamente regresar, arremolinarse y extenderse, mezclarse, cristalizarse. Vemos al tiempo sobreviviendo, maraña de serpientes, temblor de tierra, antídoto y veneno. Todo él está fuera de si -diferido y anacronía-. Sobre todo ahora que en esta isla me encuentro, con toda articulación dolorante, con la vista nublada, con la memoria abrazándose a tu voz que se me escapa y con el tiempo lloviéndome a cántaros quebrados sobre la cabeza.


    Hice las cuentas (todavía puedo hacerlas) y son dos años desde que contraje la infección. Lo que no acabo de saber es si te conocía entonces, si estábamos juntos, si ya me había marchado, si alguna vez regresé. Siempre he pensado que también la memoria es una experiencia compartida. Por eso más allá del beso de aquella garrapata, no me sorprende tanto esta improbable anamnesia. La distancia de nuestros cuerpos hace una latencia de la huella, un susurro del grito, un fantasma inaparente de la carne. ¿Pero que sería de la vida sin el olvido?
Ahora, no todo está lejos ni olvidado. La memoria se comparte también con esos sujetos a los que los sordos insisten en llaman objetos: un perfume, esa nota olvidada en un cajón, dos gatos, una bolsa abandonada, aquella mancha en aquel muro, éste puño carmín de arena que se me escapa de las manos. Por eso sabemos los dos que aunque todo se pierda, no todo estará perdido.  Quizá por eso, también el día de antier lo recuerdo con nitidez, y con él y dentro de él tantos otros días, tantos otros tiempos.
Fui al teatro, sí. Fui porque un hombre bueno me llevó casi arrastrándome, indispuesto como estaba (así también me ha llevado al médico). Además me llevó a ver una obra de la Compañía Nacional. ¿Te imaginas? Esperé bajo la lluvia, entre refunfuños, escuchando a un dolor que ahora habita la muñeca, ahora las rodillas, ahora las plantas de los pies, hasta que finalmente dieron acceso al Juan Ruiz. El teatro estaba casi vacío: función para prensa de La Sota de Los Grandes Muertos de Luisa Josefina Hernández. Comienzo por hacerte un recuento normal y formal (luego tendré tiempo para lo más importante):

Fulana de tal, actriz, no obstante su juventud, muestra otra vez la buena consistencia de su oficio. La innegable voluntariosa pasión que la anima va acompañada por un sentido superior y agudo de la técnica, un sentido espiritual, que le permite lanzar al espacio su aliento con gran distancia y buen registro, sin sucumbir demasiado el gesto a la inmediatez del efecto. Así, la estructura de la que nos hace partícipes es en general sólida y resiste con simplicidad y coraje los momentos de mayor intensidad dramática. Tristemente, a menudo sus decisiones tonales específicas son verdaderamente desafortunadas (quizá por su situación, quizá por indicación de la dirección); y es en esos detalles dónde se destruye la simplicidad de su personaje, complejizando su carácter y alejándolo de la antipatía del espectador, quizá por una excesiva reducción de la distancia, por un exceso de identificación (pero esto es un problema más grande que la actriz). Por otra parte, el trabajo de su compañero “protagonista” -actor invitado y con maquillaje coloreado para hacerlo parecer mulato- es verdaderamente lamentable. Plagados sus gestos de clisés, carente de organicidad, ausente de la situación, lo único que puede decirse de aquel actor es que tiene masa corporal. Mi primo, en cambio, está muy bien como siempre, y las escenas con el monstruo-maestro Arreola son particularmente gustosas, salvo porque en ellas se hace más evidente una ruptura en la unidad del montaje que no logró resolverse (asumiéndola y exacerbándola o articulándola e integrándola) . Hay dos distancias en la puesta, y cada actor-actriz (incluso el mismo actor-actriz), las trabaja indiferentemente sin solución de continuidad. Esa fractura, que insisto no parece ni asumida ni articulada, asemeja más bien a un síntoma. ¿Qué es el realismo? es la pregunta que queda en el aire. Sin ánimos de insistir en los recargados panegíricos hacia Luisa Josefina, su texto, de sabor chejoviano-campechano, es descomunal (quiero escuchar con calma todos los demás), pero esa magnitud quizá ha puesto en dificultad a directores e intérpretes, -¿por qué?-. Porque en efecto, muy a mi pesar, entre las líneas de Los grandes muertos se materializan aspectos de la realidad histórica “mexicana”, de sus tensiones, contradicciones, síntomas, latencias, crisis y sobrevivencias (¿es todo eso una identidad?) que estando demasiado cerca de la mirada son harto difíciles de interpretar.

Con Nietzsche, con Warburg, con Didi-Huberman, recuerdo que en el arte y en la cultura se anida no un origen, sino una emergencia más bien trágica. “El arte está en el nudo, el arte está en el centro del remolino de la civilización”. El arte, la cultura, la historia, la memoria, la supuesta identidad, no pueden entonces simplemente ser tomadas como objeto del saber. En ellas estamos implicados, formamos parte de ellas de manera vital. Esto significa, entre otras cosas, que si hay algo que da consistencia a una supuesta cultura, a una supuesta identidad, esto será sobre todo aquello que está estructural y constitutivamente fuera de campo, el punto ciego en el nervio óptico, lo obsceno, todo eso que hemos olvidado, los fantasmas, los síntomas, las sobrevivencias del pasado; no tanto sus Grandes Muertos cuanto sus muertos pequeños, los cadáveres en el armario, los invisibles y subterráneos inconscientes del tiempo. Ningún arte será capaz (¡y menos mal!), ningún arte será capaz como quisiera “La Compañía Nacional de Teatro” (detrás de cuyas líneas se escucha con claridad el estilo de un nombre), ningún arte será capaz de “objetivarnos y de revelar la identidad de lo que somos al traer a la presencia lo que hemos sido”; no en esos términos. Aquella es, lo sabemos desde hace tiempo, una promesa y una amenaza de la institución, una estrategia del poder, la fórmula científica no ya de la subjetivación, sino de la sujeción objetiva. Sus chantajes son clásicos: la develación del origen, del trauma originario; la simplificación de la historia como una sucesión y progresión biologizada de origen-esplendor-decadencia-muerte; la reificación de una presentación plena, de una pura presencia de lo que fue y de lo que es; la captura-liberación de un sujeto objetivado a través de una identidad estable -fundada en un pasado único, fáctico, que ha sido- y que nos daría sentido. Las cosas son, ¡ay de mí! ¡ay de nosotros¡ ligeramente más complejas. Pero no te preocupes, no demasiado

Piensa al ejemplo concreto de La Sota de Los Grandes Muertos. No entro en los detalles de la trama, ya la habrás visto o leído, o podrás hacerlo. Eso que hemos sido y que supuestamente el mirador que es el teatro traería a la presencia sería, entre otras cosas, la cuestión racial, estrechamente vinculada al colonialismo occidental y a sus epistemes, a sus formas de conocer y de asignar valores de verdad. ¿Qué historia cuenta, qué pasado se rememora, qué nombres se olvidan? Desgraciadamente, creo, la historia que se repite no es la historia de las dos pequeñas niñas indias Yaqui muertas ahogadas en el aljibe de la hacienda; dos pequeñas niñas Yaqui sin nombre interpretadas por dos pequeñas actrices blancas maquilladas y despeinadas, representadas como bestias que escaparon de sus dueños y que son “rescatadas” por la bondad de la patrona europea, liberal e independiente. Esa pequeña historia, síntoma y contratiempo de la gran historia, sobrevivencia que a pesar de todo vive en mí y en los tiempos, no es sin embargo allí la historia que cuenta, es sólo, genialmente, su síntoma. ¿Son más bien los Grandes Muertos los que le interesan, la historia de La Casta Divina? Sería normal y no culpa de nadie en particular. De hecho si observas el elenco de la Compañía Nacional, podrás percibir sin mayor dificultad su general blanquitud, al grado que no tienen buenos ni suficientes prietos para interpretar ni a los indios ni a los soldados mestizos (claro, esto no es un síntoma, es sólo otro detalle superficial). Parece, a reserva de escuchar el resto, que tanto el texto, como el elenco y el montaje dejan obsceno lo ya siempre obsceno, lo maquillan, lo mantienen siempre siendo un fantasma trasparente, lo normalizan e incluso lo institucionalizan: discurso sobre la identidad nacional nada excelente.  En el fondo lo que se dice es algo así como “a pesar de todo el sufrimiento y el sacrificio que implica, es mejor la blanquitud, todos somos y todos queremos ser la blanquitud, la blanquitud es ‘la objetiva’”. Claro, esa afirmación, propiamente hablando, no pertenece a ninguno. ¿Recuerdas, estabas presente cuándo hicimos aquel pequeño ejercicio de Semana Santa para el maestro Manzano que en paz descanse? Yo quería que en el “desfile de los pecados” fuera el hombre el que se colgaba de la mujer, pero aunque lo intentamos, no teníamos el tiempo. Terminó siendo ella quién se colgaba de él (para mi lo importante era el colgarse). Seguidamente una joven actriz propuso que quería estar colgada desnuda de cabeza; luego bajar y tomar su palabra y su lugar. Bien, por esas formas una psicóloga me determinó machista. ¿Cómo decirle que no lo soy? ¿cómo decirle que me hace falta hacer más tiempo? Le expliqué el proceso, pero no tenía ninguna intención de defenderme.

Lo que quiero decirte con todo esto es que creo que un efectivo proceso de subjetivación, no se sujeción, pasa por una necesaria, peligrosa y violenta ruptura (digamos autocrítica, crisis por no decir autodestrucción). Un proceso que el imperativo de autovalorización objetiva de nuestras sujetidades estetizadas hace parecer impracticable. Sólo uno cualquiera que no sólo tenga todo que perder, sino que más allá de no perderlo todo no tenga nada más que ganar, quizá puede acercarse a eso que todavía hoy, a pesar de todo, insistimos en llamar “realismo”.
Los detalles y las reflexiones que esta macabra memoria te comparte, detalles como síntomas que podría multiplicar pero que aun así no bastarían para romper sus resistencias, si son síntomas, son síntomas del tiempo, contratiempos en el espíritu del tiempo, es decir “la ritmicidad muy particular de un acontecimiento de supervivencia: efracción (surgimiento del Ahora) y retorno (surgimiento del Antaño) mezclados.” No se trata de una “pura y simple negación de la historia” o del “tiempo mismo”, sino más bien una afirmación de la impureza del tiempo, de su ser y no ser consistentemente bastardo. No se trata como piensa el maestro (que algo ya ha entendido) de un pasado pasado que es traído al presente presente y con ello nos realiza objetivándonos y nos proyecta hacia el futuro. Se trata más bien de un pasado-presente y de un presente-pasado implicados ya siempre en el movimiento del deseo que puede producir verdadero futuro; o no. Dime sociópata si quieres, delirante si prefieres, pero el poder del contratiempo, que constituye en la historia lo significativo, lo que “ejerce una influencia” real, “no puede aparecer […] más que como un ‘actuar contra el tiempo, y por lo tanto sobre el tiempo’”.
‘“Toda fuerza auténticamente histórica (y la supervivencia es una de ellas) debe saber producir el elemento no histórico que la contramotiva, lo mismo que toda fuerza de rememoración debe saber producir el elemento de olvido que la sostiene. […] De ahí la famosa exhortación lanzada a los historiadores: “Y, si os hacen falta biografías, que no sean las que llevan por título ‘El señor Tal y su tiempo’, sino las que deberían tener por título ‘Un luchador contra su tiempo’ (ein Kämpfer gegen seine Zeit)’”
¿Y no puede decirse que hoy, el espíritu del tiempo es el de la desaparición? ¿Que por todas parte el tiempo nos repite que aquél o aquella que luche contra su espíritu será condenado a desaparecer, a permanecer sin nombre y sin tumba, como el contratiempo de dos pequeñas niñas, dos pequeñas indias Yaqui, violadas, ahogadas, enterradas en medio de la nada, obscenas y olvidadas al final de la puesta? Quizá para ti, no puedo saberlo, de lo que se ha tratado todo ha sido precisamente de esas dos niñas desconocidas. Permíteme entonces, por lo menos, el beneficio de la duda. Una duda formal, pero también material y expandida. ¿Quiénes luchan? ¿Cómo luchan? ¿Qué tanto luchan? ¿Hasta dónde luchan en y contra el Zeitgeist? Y es que es tan fácil corazón confundirnos, buscar que sea nuestro nombre el que viva y no nuestro síntoma el que sobreviva, reincidir en la repetición y no en la ruptura, suplantar con “el eterno retorno de lo idéntico” al “eterno retorno de lo mismo”, temer tanto que nos desaparezca el contratiempo y así, hacer de todo por aparecer con el tiempo. Pero corazón (y era esta y no otra la razón por la cual, ya serenas, te escribo), después de mucho cavilar y mucha locura se ha concluido que el contratiempo, en la vida, en la cultura y en la vida de la cultura, habrá de reaparecer. No solamente porque es lo obsceno lo que sostiene a la escena, sino porque es también lo que la destruye, lo que la invierte y la pervierte, cambiando con su síntoma su signo; y también, ojalá, su sino o su des-tino.
No desesperemos.

Bien, esto es cuanto por ahora. Desaparezco otra vez, olvido de nuevo, retorno a los síntomas. Sólo una última cosa: ¿Has visto que hermosa palabras que es “reconocer”? ¿Será porque se escribe igual al derecho y al revés?



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