Hoy he
visto una niña muerta en un gran mercado.
Niña azul,
toda la sangre a tus pies.
Estabas
tirada entre restos de coles, berenjenas medio podridas, corazones de maíz.
Y los pobres
hombres que buscaban algo bueno entre las verduras podridas no te veían.
Quise
gritarles algo, no sé, que llamaran a alguien, que dejaran de empujar tu cuerpecito,
que no pisaran la sangre, que detuvieran el tiempo.
Y grité. No
sé qué ni cómo grité, pero grité.
Quizá como
un lobo grité como una varilla atravesando la garganta pero el tiempo no se ha
detenido ni las cajas de naranjas dejaron de descargarse ni los marineros
dejaron de hacer la despensa ni la vieja de la mascada y el sweater de estambre
dejó de darte la vuelta para hurgar bajo tu huella por una lechuga que no
estuviera medio pasada.
Creo que
después llegó la policía.
Ya sé, algo
sabías tu pequeña niña azul, sobre las lechuzas.
Y después
de haberte visto ahora te tengo siempre enfrente.
Y cada vez
que abro los ojos, y cada vez cuando los cierro.
Y todas las
noches que en todos los sueños me repites con tu vocecita monótona y linda:
-“¡Bichito!
– me dices,
-“yo sabía
del secreto discurrir de las estrellas
y todos los
zumbidos de la vida los conocía
y habría
podido explicarte lo qué son el turquesa, la libertad,
y una guacamaya”-.
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