Antes de
dejar tras de nosotros el predicamento biopolítico y en modo de delinear una
nueva trayectoria política – o como Agamben prefiere llamarla, las políticas por venir – será de ayuda
tomar una pequeña desviación y dilatarse en una muy curiosa manifestación de la
biopolítica, una que nos llevará a través una pequeña historia sobre, créanlo o
no, el ballet.
Christina, Reina de Suecia, estaba
por celebrar su veintitrés aniversario cuando René Descartes, el “padre de la
filosofía moderna” de cincuenta y tres años, se unió a su corte en Estocolmo.
Propio de su joven edad y de la estatura de una de las personalidades más
poderosas en la Europa del tiempo, ella insistió en que Descartes bailara en su
próximo ballet de corte. Cuando el filósofo valientemente la rechazó, ella
exigió entonces que él fuera el escritor del libretto para la presentación. Éstas son las circunstancias que
ostensiblemente llevaron a la composición del último texto de Descartes, El nacimiento de la Paz, un addendum por demás extraño a su obra que
constituye su única aventura conocida en la poesía y la política. A pesar de
que la autoría de este texto ha sido recientemente cuestionada, resulta difícil
no ser sacudido por el libretto como
tal.[1]
En esencia, éste no es nada menos que una recreación condensada del Leviathan de Hobbes en danza y verso.
El ballet inicia con una guerra de
todos contra todos que sólo se tranquiliza hacia la mitad de la danza, cuando
Pallas – interpretada por la Reina Christina en persona – entra en escena.
Otros dioses que interpretan papeles secundarios en el elenco poseen ciertas
disposiciones bien conocidas. Por ejemplo, Marte ama la guerra mientras que
Tierra la aborrece. Si estos dioses actuaran en contra de sus inclinaciones –
si Marte de improviso buscara la paz mientras que Tierra la rechaza – ellos
estarían en pleno título incurriendo en culpa por abandonar sus destinos.
Pallas (o Christina), por otra parte, se dice carece de esta natural consistencia
(o constricción). Ella es una y la misma tanto en la paz como en la guerra; ergo, está prohibido incluso atreverse a
verificar o fiscalizar su juicio. Otra yuxtaposición sorprendente involucra el corps de ballet que interpreta a la
caballería. El libretto los presenta
como brazos flexibles y resistentes bajo el comando de Pallas, quien es
presentada en cambio como una sola alma que todos ellos comparten. Aquí, sin
embargo, se encuentra el elemento probablemente más subversivo de esta danza:
el corps de ballet representa el
ejército (y por sinécdoque, la entera población) como simples cuerpos (corps) sin mente propia; pero Pallas, la
soberana, no es ni la coreógrafa ni la libretista ni la espectadora sino otro
bailarín más, un cuerpo presente físicamente mas que un alma verdaderamente
evanescente. Pallas es Christina en la carne, saltando y girando para el
disfrute de todos. No es coincidencia, èsta idea está encapsulada en el nombre
mismo de ella: Pallas es otro apelativo para Atenea, la patrona de la gran polis griega. Mientras que el nombre
Atenea deriva, como explica Platón, de “entendimiento” y “pensamiento”, el
nombre Pallas “deriva de su danzar armada y en armadura.”[2] Si la historia sobre la negativa de Descartes
para participar en la danza es verdadera o falsa, y si él fue o no de hecho el
autor del libretto de este
incendiario performance barroco, lo hechos de la cuestión son que dos meses
después del espectáculo el filósofo fue encontrado muerto, y cuatro años
después de su muerte la reina voluntariamente abdicó al trono, pasando el resto
de su vida en el exilio.
La idea que sea posible hablar sobre
la danza, que el movimiento del cuerpo danzante pueda ser articulado y
capturado en un lenguaje crítico y sistemático, que pueda ser “problematizado” (para
usar el término de Foucault), encuentra su soporte decisivo en la península
italiana durante el siglo XV. Previamente, los léxicos muestran muy poca
evidencia de palabras que describan movimientos específicos de danza. Durante
el Renacimiento, sin embargo, por lo menos tres tratados fueron dedicados a la
materia: el primero por Domenico da Piacenza, y dos más por sus estudiantes,
Guglielmo Ebreo y Antonio Cornazaro. Los humanistas creían que una mente
elocuente estaba incompleta sin un cuerpo elocuente. El movimiento gracioso era
percibido como una manifestación directa de una aguda inteligencia. En
consecuencia, ellos no veían al cuerpo danzante como separado del pensamiento,
sino como lenguaje que constituye una gran parte y parcela del mismo. La danza
fue concebida por primera vez como un arte, como un elemento importante del
gran arte de vivir. Junto con la pintura, la arquitectura, la poesía y la
ciencia, la danza se volvió parte integral en la edificación de seres humanos. Sin
embargo, conforme el ethos del
Renacimiento viajó con Caterina de´Medici a través de los Alpes en el siglo
XVI, éste se fue esencialmente perdiendo en la traducción. Cuando los
dignatarios extranjeros hacían visitas oficiales a Versalles, la falta de un
lenguaje común se compensaba con las espléndidas danzas orquestadas por
Caterina, ahora esposa de Enrique II. Esos ballets son algunos de los primeros
ejemplos de propaganda de estado, finalizados a la glorificación del poder de
Francia. Ellos demuestran como la nación-estado moderna y el ballet “clásico”
entraron en la escena europea al mismo tiempo. Aunque la gente siempre ha
danzado y siempre danzará, la historia del ballet es inseparable de la historia
de la política moderna.
Así las cosas, el ideal del “arte de
vivir”, que informó el discurso sobre la danza en el Renacimiento, gradualmente
dio lugar al discurso sobre técnicas para el disciplinar cuerpos y gobernarlos
sobre el escenario: la elocuencia transformada en control y el agente pensante
transfigurado en un obediente aparato. Incluso hoy, el entrenamiento de la ballerina clásica es uno de los mejores
ejemplos de las formas en las que el poder y el saber pueden inscribirse dentro
de un cuerpo humano. Caminar, probablemente el gesto más básico del Homo sapiens, es violentamente alterado
de dos maneras: primera, las piernas giran hacia fuera en vez de hacia delante;
y segunda, el balance entre el talón y los pulgares es rechazado a favor del
predominio de las puntas. Las escuelas de ballet del siglo XVIII y XIX incluso
utilizaban artefactos mecánicos especiales para lograr esas contorsiones en los
pies de las bailarinas. Tan reciente como a principios del siglo XX, un
prominente crítico francés podía por lo tanto escribir: “¿Se preguntarán si
estoy sugiriendo que el bailarín es una máquina? ¡Pero desde luego que sí! Es
una máquina para fabricar belleza, si es que de alguna manera es posible
concebir una máquina que en si misma sea una cosa viviente y que respira.”[3]
Pero más allá de la metáfora mecanicista, los bailarines de ballet fueron
siempre concebidos como el símbolo secreto de la política del cuerpo. La pureza
e inocencia de la ballerina, mientras
es graciosamente levantada por su acompañante masculino, señalan que su frágil
cuerpo es ofrecido como el sacrificio último a los ojos del soberano o del
espectador lleno de si. Si hay una figura que encarna en su trabajo estas
inquietantes corrientes subterráneas en el campo de la danza (como Leni
Riefenstahl en el cine, Carl Schmitt en el derecho y Heidegger en la filosofía),
se trataría entonces de Rudolf Von Laban. Laban se hizo de nombre famoso en
tanto inventor del más influyente sistema de notación para la danza, además de
contribuir de manera importante para la transformación del ballet clásico en
una moderna práctica codificada. Es menos noto el hecho de que también dirigió,
como dedicado oficial Nazi bajo el mando de Goebbels, un programa finalizado a establecer
una disciplina que él llamo “danza total”. Una
vida para la danza, el título de su biografía escrita en 1935, comunica de
una forma más bien escalofriante el mito sacrificial que la comunidad
dancística aún hoy lucha por superar.[4]
El intento definitivo de purgar este
mito sacrificial – marcando así el verdadero umbral entre ballet “clásico” y
danza “moderna” – fue emprendido por el Ballet
Russes. A pesar de su nombre, la compañía tenía su sede en París, habiendo
dejado atrás las escuelas de ballet operadas por el estado en Moscú y San Petersburgo,
y poniendo distancia respecto al poder político institucional. Su bailarín
estrella, Vaslav Nijinsky, comenzó su carrera a la edad de diez años cuando fue
admitido a la Escuela Imperial Rusa de Danza. Como los otros niños ahí, fue
separado de sus padres biológicos y fue, para todos los efectos y propósitos,
adoptado por el Tsar. Las innovadoras producciones del Ballet Russes eran aquellas coreografiadas por Nijinsky en persona.
Entre sus cuatro creaciones, fue la tercera, La consagración de Primavera, la que nos sirve como paradigma. Aún
si una documentación completa de la coreografía original ya no existe, podemos
con seguridad decir lo siguiente: En vez de utilizar la clásica rotación hacia
fuera de las piernas, los bailarines de Nijinsky recibieron indicaciones de
girar los pies en modo que los dedos gordos estuvieran extrañamente uno frente
al otro. En vez de levantarse sobre las puntas en un intento fútil por tocar el
cielo, golpeaban con los pies el pavimento. La danza cuenta la historia de un
sacrificio humano durante la celebración de primavera, una ofrenda por un nuevo
comienzo. A pesar de las expectativas, Nijinsky no pretendió para si mismo el
papel del bailarín principal, aquél que danza hasta la muerte, dado que
aparentemente quería mantener la carga tradicional del símbolo de la ballerina mujer, la perfecta ofrenda
sacrificial. El escándalo que se desató durante la premier en 1913 es hoy
materia de leyenda. Aquellos que reivindican que la modernidad nació en este
momento preciso (gracias también en buena medida a la música de Stravisnky),
quizá no necesariamente estén exagerando.
Cinco años después, a veintiocho
años de edad, Nijinsky dejó de bailar y coreografiar. Comenzó su último
recital, que dijo trataba sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial, diciendo
a su audiencia, “Voy a mostrarles como vivimos, como sufrimos, como creamos
nosotros los artistas”. Luego se sentó en una silla sobre el escenario por
media hora sin moverse. Cuando fue incitado por los espectadores para que
comenzase a bailar, él replicó enojado: “¡Cómo se atreven a molestarme! No soy
una máquina. Bailaré cuando sienta ganas de hacerlo.”[5]
Para ese momento ya le habían diagnosticado esquizofrenia, mal que padeció por
los restante treinta años de su vida. Fue atendido por el psicólogo
existencialista Ludwig Binswanger, a quién una vez dijo que su cuerpo no era
suyo, que alguien más lo movía. Cada vez que alguien se le acercaba durante sus
últimos años, en los que esencialmente era un inválido, lograba aún decir, muy
clara y coherentemente, “Ne me touchez
pas” (No me toquen), las mismas palabras del Cristo resucitado cuando se le
acerca María Magdalena.[6]
“Soy el intocable,” quizá quería decir Nijinsky, “por que mi cuerpo danzante,
que fue sacrificado para que otros pudieran vivir, ya no es sólo un cuerpo
físico, igual que el cuerpo glorioso del bailarín sobre el escenario ya no es
una vida desnuda sino una vida que no puede ser separada de su forma.” Años
después de haber dejado los escenarios, un viejo conocido de visita en el
sanatorio le pidió a Nijinsky que bailara. Luego de un largo momento de
silencio y quietud, y para sorpresa de todos, él de repente se puso de pié,
saltó en el aire y revoloteó allí con sus brazos y palmas extendidas el tiempo
suficiente para que un fotógrafo hiciera sacara una foto. Al mirar esta imagen,
surge en su movimiento suspendido la tentación de ver ahí el icóno de un nuevo
messias que se ha desecho de la cruz, o bien el de un nuevo soberano que se ha
desecho tanto del bastón, como de la espada.[7]
Stéphane Mallarmé afirma que la
danza es una forma de escritura, que el cuerpo del bailarín escribe una poesía
sin aparatos de escritura. De ahí la noción de coreo-grafía, o escritura de la
danza. Agamben inicia “El cuerpo que
viene”, un breve ensayo sobre la danza (uno de sus intereses menos
conocidos), contraponiéndose a esta idea ampliamente extendida: “La danza no se
presenta aquí como una escritura, sino como una lectura. No obstante, el texto
que ha de ser leído está perdido; o más bien, resulta ilegible. De acuerdo con
la hermosa imagen de Hofmannsthal, ‘el bailarín lee aquello que nunca fue
escrito.’”[8]
La danza moderna, que ha ido prosperando durante el siglo pasado desde el
ascenso de Nijinsky a la fama, es un testamento viviente de la posibilidad de
leer aquello que nunca fue escrito en el libro de nuestras vidas modernas. El
fuerte vínculo entre el ballet y la política apenas esbozado, intenta mostrar
por que, quienquiera que desee participar en uno de los más prometedores y
urgentes proyectos intelectuales de nuestro tiempo, es decir el esfuerzo por
imaginar las políticas por venir, puede encontrar en la danza moderna una
fuente importante de inspiración. Para los escépticos, Baruch Spinoza advierte,
“Ellos aún no saben lo que puede hacer un cuerpo”.[9]
[Extracto del libro The Power of Life, de David Kishik,
Standford University Press, California, 2012, pp. 27-32.]
[1] Richard A. Watson, Descartes´s Ballet: His Doctrine of Will
& Political Philosophy (South Bend, IN: St. Augustine´s Press, 2007).
[2] Plato, Cratylus, in Complete Works, ed. J. M. Cooper (Indianapolis: Hackett, 1997), 124
(406d-707c).
[3] André
Levinson, “The Spirit of the Classic Dance”, in Dance as Theatre Art, ed. S. J. Cohen (Princeton Book Company,
1992), 117.
[4] See
Lilian Karina and Marion Kant, Hitler´s
Dancers: German Modern Dance and the Third Reich (New York: Berghahn Books,
2003), 101.
[5] Romola
Nijinsky, Nijinsky (New York: Simon
and Schuster, 1980), 424-25.
[6] Peter F.
Ostwald, Vaslav Nijinsky: A Leap into
Madness (New York: Carol Publishing Group, 1991), 279.
[7] Romola
Nijinsky, The Last Years of Nijinsky (New
York: Simon and Schuster, 1980) xiv.
[8] Giorgio
Agamben, “Le corps à venir,” Les saisons
de la danse 292 (May 1997): 6.
[9] Baruch
Spinoza, The Ethics, Treatise on the
Emendation of the Intellect; Selected Letters, trans. S. Shirley
(Indianapolis: Hackett, 1992), 106.
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