Diciendo
infame me despierta. No ha nacido.
Sus
ojos hasta en la sopa: pequeños, agudos, ciegos,
no me
miran.
Durante
la revolución un pintor saturnino jamás pintó una bala
y así,
esa bala no nacida iguala a un hijo escape, cañería.
El no
padre piensa (no actúa), y lleva hasta la orilla todo su pensar mientras se
escuchan magnificadas consignas de años atrás. Entonces se mira entorno:
“Niños
mojados se secan secando un lago”, dice el encabezado.
López,
el oficinista, regresa después de una pausa al honorable despacho. Comió
moronga de más y le ha sentado pesada. Pesada como Betty, la secretaria más
exuberante, la que echó a Irma y jamás ha puesto en problemas al licenciado y
menos aún ha aceptado los piropos que López con amor en cada oportunidad le regala.
Castellucci
y Julio César en el Galeón repiten el èxito.
Un
amigo (amigo amigo como sólo los jóvenes lo son), dice que le dicen que tiene
futuro, que su trabajo deja pensando y que todo eso tiene sentido.
Sucede,
sin embargo, que diga también que el sentido se ha vuelto chiquito: ¡Copèrnico!
¡Maldito seas Copèrnico!. Y en esa crisis del sentidito el sentido se pone a
hablar de su suicidio. Frente a tan espinoso argumento el hombre de gusto
increpa: No hay nada más repugnante y falto de sentido estético que hablar del
propio suicidio. Sobre todo y cuánto antes cuando no se lo comete.
¿Pa´
que morirse así? pregunta el joven y le digo (por el sentido intercediendo),
que no importa tanto el cómo morir sino más bien el
bien dejar de vivir. Un dejar agridulce como toda amorosa despedida. El hombre
de gusto entonces se sale de sus casillas, también de sus apartamentillos y de
los amorcillos que los frecuentan. Sale pues de todas sus pequeñeces, entre las
que se incluyeron la grata socialidad que regalan las aspiradoras y también,
desde luego, los viajes, las Barbies y los aceleradores de partículas.
Una madre mientras
tanto se pregunta còmo parar el mundo. Se quiere bajar.
¡Qué crónica muerte
que es la vida! exclama un joven en Aleppo. Su amigo pequeño rìe en sardónicas
carcajadas, demasiado grandes para su edad.
Otro màs acà se mira
en el espejo y enceguecido por el horror se arranca la mitad de los cabellos,
se saca la lengua a punta de insultos y estrellando contra su reflexión la cabeza
finalmente consigue echarse a dormir una siesta.
Mientras, el cerdo
canta.
El cerdo ha cantado:
Mi hermano anda otra vez desaparecido y la suya no es una desaparición forzada,
sino más bien más o menos voluntaria. Entre agujas paradójicas de volición,
Alexandro fue decidido por su estar indeciso y no lo culpo, más bien más o
menos lo amo al cabròn. Ladrón luciferino.
“Si tu mañana es
tranquila mañana podemos vernos”, le escribo a Hana por el WhasApp. No contesta
y no sé cómo pero sí, mañana será otro día.
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