Después de tanto juez y parte, de tanto
parto y partida de frente; de tanto ver hasta lo invisto e invidente mirar el
lunar en la boca, el puto punto ciego, la pinche viga famosa y al mezquino
arrugarse también; tras tanto y tanto guiño cìclope y pasmo de ojo tan insaciable
cuan indigesto que fácil recorta, la distancia cortando e insecto; ¿sabes
algo? no sé, quizá, llegó la hora de ya no darnos la mano ni la boca, de pará y
para parar en un tiempo y darnos y darnos, con todas las espaldas y dejar de
vernos: de frente, de perfil, pero sobre todo de reojo y de reojete.
Quizá, si podemos no mirarnos más, no
conocernos más (tanto ya sabemos que somos, quién más quién menos, en un
desastre), quizá podemos ya no desesperar y ya mirar nada más hacia otros lados, más peligrosos,
más desesperanzados, desapercibidos. Quizá podemos ya no penetrarnos hasta ya no saber de quién
son los ojos; quizá ya sólo sentir un calor, una nuca erizarse los pelitos que lo
diga todo lo que hay, para saber. Quizá aún reconocer, ahí, a treintaitrés abuelitas
calientes y en fila que nos sostienen. Quizá darnos sólo los culos, las espaldas,
los talones de Aquiles y las benditas corvas. Quizá cuidarnos de no dejar de
dar y dar la espalda, para salir del infierno. Pero no como Orfeo, el cursi.
¿Podremos no?
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