Estaba
crudo y durmiendo cuando el viejo maestro tocò a mi puerta. No lo esperaba. Su
llegada me sorprendió completamente. Tanto me cogió a la improvista, que abrí sin preguntar quien era,
en calzoncillos, con la boca blanca y pastosa y con los ojos llenos de lagañas.
Cuando lo vi ahí, las largas barbas blancas con su sweater gris de lana afuera del quicio de mi puerta, me quedé parado como un idiota, adormilado como
estaba. Sentí lo que se siente cuando te encuentras con un viejo amor con el
que terminaste de manera tan brutal, que si lo piensas, sólo puede resultar en comicidad. Sentía que las piernas se vaciaban de toda sangre, que el vientre se
convertía en un agujero gris en el que mis ojos y mi cabeza, con un helado y
tembloroso impulso parecían querer sumergirse.
No sé
como fue que entró, pero cuando me di cuenta el viejo ya estaba adentro.
Auscultaba mi casa, la caja vacía de pizza sobre la barra, los vasos sucios,
los libros desordenados, el olor rancio a tabaco, la penumbra de las cortinas
cerradas desde hace quién sabe cuanto tiempo.
- ¿Qué
hace aquí el Maestro? ¿De dónde sacó mi dirección?
Idiota,
es un hombre poderoso y con recursos. Vino a confrontarte por aquella historia.
Por eso que dicen que pasó entre tú y su joven mujer (la ùltima de las muchas).
–
Mientras,
el Maestro miraba los cuadros de palomas colgados en la pared. Me hablaba, pero
entre la agitación en mi cabeza aún adormilada y la lentitud de una mañana que
parece noche, lenta y densa como grasa quemada, yo no entendía nada. Sólo escuchaba
el sonido profundo como una herida en la montaña, sordo como la voz de ese
antepasado que viene a darte malas noticias, profecías importantes, de las
cuales tu no comprendes siquiera que llevan tu nombre.
Yo
quería decirle que entre yo y su mujer no había sucedido nada, que todos eran
rumores, habladurías de ese mundito tan pequeño y tan perverso al que
pertenecemos y del que él es el Gran Maestro y Cacique protector. Quería
decirle que en ese tiempo que trabajamos juntos, ella y yo, si ella se
arreglaba, se pintaba los ojos y se ponía su sweater rojo, y que si los amigos
decían que incluso guapa se veía cuando estaba a mi lado (en contraste con lo
dura y agresiva y plúmbea como cielo de Milano que suele ser), era sólo porque
Eros danzaba entre nosotros sin tocarnos, que ese era nuestro trabajo, hacerlo
danzar entre nosotros. Quería decirle que yo la abrazaba después de las
sesiones porque la quería, compañera, y que si no la toqué más allá de eso no
fue por respeto a él y a sus canas, sino por respeto a ella y a nosotros (jamás
imaginé como habría de terminar esa historia conmigo, conmigo bandido y
desterrado).
En fin.
En cualquier caso no importa lo que pensaba o lo que quería, con todo ese
barullo y desconcierto, y con el talante alto y sereno del viejo (que extrañamente
ya no parecía tan viejo después de unos minutos en mi casa), simplemente yo no
lograba articular. Eso sí, intentaba, ridículamente, de mantenerme con un
cierto tono de presencia y dignidad.
De
repente, el viejo maestro se detuvo en su paseo por mis espacios, volteó su
mirada hacia mi con un rostro que no sabría bien decir de cuándo era, y
finalmente, me dijo algo que pude comprender:
-¿A
usted no le gusta Kant verdad?
-¿Qué?
-Kant.
-¡Ah
Kant!- Mi cabeza giro treinta grados hacia la izquierda, luego treinta grados
hacia la derecha, el ceño fruncía y sentía ganas de vomitar; no por que no me
guste Kant, ¡¿quién está pensando en Kant?!
-No, no
le gusta… Sabe, yo… yo creo que Kant…. Es casi tan buen pensador como Ignacio
de Loyola… - Y me mira con dulzura, como esperando mi parecer.
- A mi
me gusta Deleuze – le dije, - tiene un muy buen libro sobre Kant. Puedo
prestárselo si quiere. –
Me
dirigí entonces hacia el desorden de los libros y torpemente comencé a buscar
ese tomito de la portada naranja, colección teorema, editorial Cátedra, “La
filosofía crítica de Kant” de Gilles Deleuze. Sin embargo, antes de que pudiera
encontrarlo sentí algo extraño a mis espaldas, algo que me puso la piel de
gallina, algo difícil de describir, inmenso, inefable.
Cuando
me giré, frente a mi no había ya ningún viejo. Ahí, en medio de la sala, se
erguía un joven alto, delgado, de hermosas barbas oscuras y mirada cautivadora
y sí, buena. El sweater gris de lana era ahora una camisita a cuadros azules y
manga corta que revelaba un tatuaje fascinante aunque imposible de recordar
impreso para siempre en su antebrazo derecho.
Me
quedé pasmado, con un libro que no era en la mano, mirándolo salir como había
llegado y sin decir, ni él ni yo, una estúpida palabra más.
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