COLOQUIO TRADICIÓN e INNOVACIÓN EN EL TEATRO
INNOVACIÓN EN LAS FORMAS DE PRODUCCIÓN
No soy un gran frecuentador de coloquios. No es que me disgusten,
simplemente rara vez algo realmente acontece en ellos, algo como que un orador
se convierta en pez que luego es pescado con una pregunta-carnada. Eso (quizá)
tampoco sucedió en esa primera entrega del coloquio Tradición e Innovación en el Teatro: Innovación en las formas de
producción.
El setting, en la sala
Carlos Chavez del CCU, ya prometía poco: del lado izquierdo, los funcionarios
de la cultura, Juan Meliá y Enrique
Singer; del lado derecho, casi como si el orden en el que estaban sentados
implicara un incremento en su virulenta radicalidad (aunque en sentido estricto
todos los invitados son dulces anomalías), estaban sentados los artistas:
Mariana García Franco, Rubén Ortiz, Antonio Zúñiga, Jorge Vargas, Héctor
Bourges y, representando a Luisa Pardo, una carta de su autoría. Ironías del
fin de la representación.
Singer, en tanto moderador,
hace una breve introducción, presenta a los presentes y les cede la palabra por
cinco minutos a cada uno. El tema, innovación en las formas de producción, es
vasto y problemático. No soy capaz ni me interesa reconstruir aquí posturas ni
imposturas. En mi cuerpo (y en mi libreta), como siempre, han quedado sólo
algunos destellos, algunas preguntas fulminantes junto ciertos deseos más bien
pillos. Lo que más me interesó fue, en general, aquello que no se mencionó
(quizá por eso ahora, al menos en diminuta parte, lo escribo). Ya Bourges hizo
mención de aquello que no se mencionó: Extrañamente, aunque el coloquio se
llamó innovación en las formas de producción, los participantes, incluido
Singer, hablaron (beato lapsus), de modos
de producción, termino de fuertes resonancias marxianas.
Hoy la historia del modo de
producción capitalista, así como la de los ejercicios comunistas, nos impiden
compartir por entero todos los presupuestos y las conclusiones del aparato
marxista. Extrapolando las sugerencias que Didi-Huberman desarrolla en el libro
Supervivencia de las luciérnagas, hoy
imaginamos un Marx que dejó de ser un gran faro de luz roja, para convertirse
en una discreta y sensual luciérnaga. Luciérnaga que busca amantes en esta
larga noche de los tiempos.
¿Qué es pues, para Marx, un modo
de producción? Suponiéndonos pseudo-dogmáticos, un modo de producción es
una mezcla o combinación, es una compleja y precisa estequiometria de, por una
parte las fuerzas productivas
(trabajadores + conocimientos disponibles + medios materiales), y por otra sus relaciones de producción (simplificando,
la distribución social del poder y la propiedad). Todo el devenir del hombre,
con sus revoluciones y sometimientos, se resuelve, para el materialismo
histórico, en esta compleja estequiométrica. De tal suerte, por el “azar de la
necesidad” y habiendo llegado el “justo tiempo”, cuando las fuerzas productivas
no podían o no pueden desarrollarse, entonces ha llegado y llegará, inevitable,
la Revolución. Sacra y necesaria Revolución que ha transformado y transformará
las relaciones de producción, las cuales impiden, en tanto obsoletas, la
inauguración de la Historia del Hombre, que avanza en la siempre triunfante
marcha del progreso.
Para Marx, cada modo de producción ha correspondido a un momento en la
historia de la civilización: modo de producción antiguo, feudal o capitalista.
En otras palabras, en tanto suma de las condiciones materiales y espirituales
para la reproducción de la vida, el modo de producción expresa, en forma
sintética, una determinada forma de vida.
No entraremos aquí en problemas de
conciencia (o falsa conciencia). Hemos dicho que los diversos modos de
producción determinan las diversas formas
de vida. Formas de vida, formas de hacer teatro y formas del teatro, es
decir, estéticas teatrales, están relación. Sin embargo, estas relaciones no
son siempre claras ni mucho menos lineales. Sin duda, la estética isabelina es
expresión de una determinada forma de vida en un determinado momento histórico,
con su correspondiente modo de re-producir la vida humana, no obstante, dicha
estética no puede reducirse a su modo de producción ni viceversa. Entre el
artista y su obra, entre la estética y su producción, existe uno hiato, un
abismo, que no nos permite necesariamente inferir uno a partir del otro. Así
pues, simultáneamente, el modo de producción determina la estética al tiempo
que esta última no se reduce al modo de producción que la actualiza. Puentes
inaparentes se lanzan entre ambos ámbitos, semejanzas invisibles que ponen en
relación ambas orillas, de un lado concediendo efectividad y actualizando la
estética, y del otro haciendo inteligible su modo de producción. A estos
misteriosos vínculos podemos darles muchos nombres (nunca encontraremos el
justo). Llamémoslos aquí las signaturas,
o mejor, las firmas. Es la firma del
artista la distancia y cercanía entre la forma de su obra y la forma de su vida,
es la firma del artista la que, en un gesto sólo, en un tiempo sólo, las rompe
y las unifica.
Hace una semana, en el coloquio que
nos interesa, se dio por hecho una afirmación en la que es necesario detenerse.
Se supuso una verdaderas diversidad en los modos de producción. Sin duda existe
una diversidad en las estéticas, pero ¿existe de verdad una diversidad profunda
y radical en los modos de producción? Fue de nuevo Héctor Bourges quien puso el
dedo el llaga. Su actitud y comentarios empapados de un cierto cinismo muy
contemporáneo y muy alemán son pertinentes. En realidad, el universo teatral
mexicano, en toda su riqueza y diversidad, es profundamente pobre, reflejo de
nuestro país. El teatro en México, en su variante “cultural”, ha sido dominado
por un grupo preciso, que en general ha recibido apoyos por parte de las
instituciones públicas. Además, todos, sin excepción, estamos inmersos, en
mayor o menor medida, en la noche de este capitalismo avanzado global. Hoy,
vida y capitalismo se identifican. A muchos parece muy difícil (si no
imposible), pensar otras formas de vida fuera de este sistema en aparente perpetua
putrefacción. Bourges habló de un teatro des-identificador de vida y
capitalismo, y en tanto tal, un teatro que es práctica de posibilidades de
apertura a diversas formas de vida. Un teatro desmodernizante… También el
maestro Jorge Vargas planteó una idea similar con su concepto de una marca que
se desmarca, de una forma que deconstruye
y se deconstruye. La cuestión es que en tanto desmodernizante y desdiferenciante,
el teatro renuncia a su autonomía. No un espacio-actor especializado, sino una
práctica teatral que penetra y se deja penetrar. Práctica hermafrodita,
ambigúa, que se desplaza al tiempo que desplaza el modo de producción teatral a
el modo de re-producción de la vida. Doble infiltración o migración. Fin de la
autonomía y crisis de la representación y de la soberanía. Teatro como forma de
vida, lo que no necesariamente significa una vida teatralizada y menos aún
espectacular (aunque sin duda con la mayor frecuencia lo sean). La maestra
Mariana García Franco indicó, discreta y precisa, el nudo de la cuestión
haciendo referencia a Bakhtin: “la vida y la escena en su congruencia”, pero
fue Luisa Pardo, en su ausencia, la que señaló, concretamente, algunas
posibilidades de producción que prueban y dislocan los límites del modo de
producción capitalista. Un ejemplo simple: una política de reducción de la
basura que genera nuestra producción teatral. Pregúntele a la Compañía Nacional
de Teatro diría Rubén Ortiz, y yo lo seguiría.
¿Pero
que dijeron los funcionarios culturales de todo esto? Por un lado, reconocen,
hasta cierto punto, la necesidad de diversificar los apoyos, descentralizarlos,
de apoyar experiencias procesuales, grupos que buscan establecer diversas
formas de vida y con ellas diversas formas del teatro. Por el otro, naturalmente,
defienden y apoyan la situación actual. En este sentido Enrique Singer llegó al
paroxismo. Cuando Ortiz y alguien del publico insistieron sobre la
obsolescencia, injusticia y derroche que representa la Compañía Nacional de
Teatro y en general toda concentración (capitalista), de los recursos
(capitalistas) de producción, Singer comentó que tiene 30 años escuchando lo
mismo, y que por lo tanto habría que hacer, de alguna manera, oídos de pescado.
¡Es verdad! ¡Qué aburrido! Siglos de injusticia, los pobres siguen diciendo lo
mismo, las injusticias siguen siendo las mismas, los teatristas se siguen
quejando de lo mismo. Entonces seguramente se trata de un falso problema digno
de ser rotunda y obscenamente ignorado. Meliá, por su parte, sugirió que a los
creadores teatrales mexicanos nos falta hambre. Pensé en Artaud: "No me parece que lo más urgente sea defender
una cultura cuya existencia nunca ha liberado a un hombre de la preocupación de
vivir mejor y de tener hambre, sino extraer de aquello que se llama cultura ideas
cuya fuerza viviente es idéntica a la del hambre." Creo que Meliá tiene
razón pero erra el sujeto de su afirmación, proyectando sobre nosotros la
obtusa saciedad de su sí mismo.
Cierro
con un aspecto entrañable y positivo. El trabajo de Zuñiga en el barrio. Forma
de vida y de teatro ejemplar.
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