Por Una Economía Estratégica De La Protesta
Siete mil millones de
seres humanos nos movemos a más de ciento siete mil kilómetros por hora
alrededor del sol y a casi un millón de kilómetros por hora alrededor del
centro de nuestra galaxia, pero aquí, sin embargo, nada se mueve. Al mismo
tiempo, cargamos sobre nuestras conciencias al menos los últimos cinco siglos
de historia de occidente, sino es que los últimos dos mil o seis mil años. Y
sigue, llega la mañana, la marabunta se levanta, los obreros a la fábrica, los
niños a las escuelas, los ejecutivos a sus oficinas al tiempo que, en el otro
lado del mundo, la marabunta se echa exhausta a dormir. Lo único que nunca se
detiene es este enorme quasi-mecánico dispositivo. Todo se mueve y a la vez
todo permanece igual. Todo se mueve para que todo permanezca igual, y a todo
este todo, en mi pequeño pueblo entre las nubes, se le llama inercia.
Pocos, sino es que
ningún hombre o mujer contemporáneo, defienden sinceramente la realidad
inercial en la que, sin movernos, nos movemos. La devastación ecológica
planetaria, la holocáustica desigualdad económica y la profunda crisis cultural
e institucional son sólo algunos de sus índices más evidentes. Los más los
señalan con preocupación, con cinismo o con
angustia, mientras siguen haciendo lo mismo que hicieron ayer. Por otra parte,
hay quienes creen, sincera o falsamente, que empujando con suavidad hacia acá o
hacia allá, con el tiempo, esta monstruosamente enorme masa en movimiento
cambiará de dirección. Hay quienes esperan, quienes desesperan, hay quienes se
aprovechan y hay también aquellos, quizás los menos, quienes como un David
microscópico frente a un gigantesco Goliat, heroicamente luchan para cambiar de
dirección. Lucha heroica y también frecuentemente trágica, pues, frente a semejante
inercia, la honda y la piedra parecen obsoletas, el gesto fútil y el resultado
nulo o incluso contraproducente.
En
los últimos doscientos años, desde los tiempos de la ilustración (aunque hay
quienes opinan que desde el inicio de las grandes civilizaciones), los hombres
se han especializado no sólo en el dominio y explotación de la naturaleza, sino,
también, en el dominio y en el gobierno de otros hombres, fuente privilegiada
de valor y de saber. De hecho, toda la historia de la civilización occidental
puede observarse desde esta perspectiva, atroz y terrible como nuestros tiempos.
Una historia o prehistoira de opresión material y espiritual de los hombres
hacia los hombres (y el planeta entero),
que unida a la situación actual de emergencia global, se vuelve aún más
absurda e indignante si se considera que, desde hace casi un siglo, dicha
explotación devino completa y totalmente innecesaria. Hoy sabemos que las
crisis económicas no son por escases, sino por sobreproducción, y sabemos
también (si queremos y podemos), que el sistema actual, tal y como está
estructurado y de acuerdo a su movimiento inercial, no resuelve problemas, sino
que los produce y sostiene, en tanto aquellos resultan más redituables para
algunos pocos, encaramados como están en sus sólitas cúspides nebulosas.
Bajo distintos nombres, máscaras y
novedades, los dispositivos de control y administración, los sistemas y las
técnicas del dominio de los hombres sobre los hombres se han refinado, especializado,
multiplicado y, sobre todo, han devenido ubicuos, están en todas partes y han
penetrado enteramente el ensamble social. Dichas tecnologías de la sujeción, de
la explotación y el disciplinamiento, han sufrido y hecho sufrir en un continuo
y minucioso proceso de racionalización que, además de volverlas infinitamente
más eficientes y eficaces, también las ha hecho mucho menos visibles. Si éstas,
por necesidad o estrategia se manifiestan, lo hacen también para demostrar su
aparente invencibilidad. Los “gobernantes”, administradores de la explotación,
han aprendido bien sus lecciones sociológicas, psicológicas y de economía
política. En los vertiginosos doscientos años que han pasado desde las
revoluciones burguesas, ha sido posible sostener niveles de injusticia y desigualdad
intolerables bajo otros sistemas político económicos. ¿Cómo es esto posible?
¿No debería haber sucedido ya una transformación profunda? ¿Por qué no ha
sucedido? ¿Está por suceder? ¿Qué senderos, estrategias locales o generales
adoptar o rechazar? Preguntas muy difíciles para las que se han dado muchas
respuestas, en general insatisfactorias. La voracidad asimiladora, digestiva y
neutralizante del capitalismo global, su persistencia y resistencia, son un
problema verdadero. Hoy resultaría ingenuo suponer que los múltiples esfuerzos
de resistencia que se llevan a cabo, en formas y niveles muy diversos, están
teniendo éxito contra esta maquinosa maquinaria aplastante. La realidad de los
esfuerzos que se oponen al actual sistema, en México, en América del Norte, en
Europa en Oriente o en África, es, por decir poco, desalentadora. Por ello es
necesario y urgente reflexionar sobre las estrategias de oposición,
resistencia, protesta y lucha, actualizarlas a la economía política de la
represión, control y disciplinamiento contemporánea, desarrollar nuevas
tecnologías de la protesta, nuevas economías estratégicas de lucha. Frente a la
violencia del mecanismo, es necesaria mayor violencia, pero sobre todo, mejor
violencia. Esto lo han entendido muy bien los detentores de los poderes e
intereses: multiplicando, difuminando, minimizando y focalizando el ejercicio
represivo y dominador, de modo que éste resulta enormemente más estable y
eficaz. Es mucho más económico el cálculo de dejarlos ocupar las plazas o las
calles, dejarlos manifestarse, hasta que cansen o se cansen, es mucho más
barato políticamente “contener” los movimientos pacíficos, esperar a que
desesperen, y si no desesperan, hacerlos desesperar o mandar a otros
desesperados asalariados halcones y provocadores. Ningún movimiento, de los
cientos, quizás miles, que han tenido lugar en los últimos años (con dignas excepciones
a la regla), han obtenido lo que buscaban. No podemos entonces seguir
repitiendo las estrategias, no tiene ningún sentido continuar con las mismas prácticas
de resistencia, o peor, depender de la coyuntura y la casualidad, esperando
mesiánicamente que el batir de las alas de la mariposa desencadene una protesta
capaz de una transformación nacional o global (por cuanto este ordenarse del
azar sea, de alguna manera, siempre necesario para un evento). Las reacciones,
sean éstas violentas o diplomáticas, son siempre precisamente eso, reacciones,
y la reactividad parte ya en desventaja contra el mecanismo, especializado en
el cálculo costos-beneficios, maestro de la anticipación por proyección de
escenarios posibles. Tampoco es suficiente sólo apostar a un cambio privado o
interior, un desistir en los intentos de cambiar el mundo para comenzar por
cambiarnos a nosotros mismos (por cuanto esto sea necesario), o bien, suponer
que, aplicando las nuevas tecnologías a las viejas estrategias estas se
volverán más eficaces. Como si decir hoy por Twitter lo mismo que se decía hace
años de alguna manera lo actualizara volviéndolo capaz de penetrar y cambiar la
dirección inercial y de colisión que la masa multiplica. Esa capacidad de
reformulación estratégica del discurso y de la práctica fue uno de los grandes
aciertos de Marcos y el EZLN, que les facilitó también la resonancia nacional e
internacional de la que aún gozan. Resonancia y prestigio quizá disminuido en
virtud también de décadas de confrontación con esa economía política de la
represión, que en un totalizante autoritarismo perverso coloca, en un mismo
bando, a los policías antimotines, a los visitadores de las comisiones de
derechos humanos y a los medios masivos de comunicación.
Quiero ser claro, no estoy condenando las
formas actuales de protesta y de ninguna manera mi juicio tiene un carácter
moral. Estoy simplemente hablando de estrategia. Respeto y admiro a los
compañeros que marchan, que ocupan plazas y edificios públicos, que bloquean
calles, que lanzan piedras y bombas molotov a la policía antimotines. Su
violencia está completa y plenamente justificada, incluso para Hegel en la
forma de su Notrecht, el derecho
excepcional en este permanente estado de excepción. Su acción, corresponde al
derecho de aquel al que le han sustraído incluso el derecho a tener derechos
(de manifestar, de organizarse, de ocupar un espacio público, de una vida
digna, de salud, de justicia, de trabajo, de debido proceso; derechos
universales que, sin embargo, encuentran siempre su límite en alguna
circunstancia de excepción, p.e. el derecho a la libre circulación de terceros
o el derecho a realizar celebraciones patrióticas en una plaza ocupada o el
derecho a comprar un parque y construir un centro comercial). El problema es
que, sencillamente, desde hace tiempo esas estrategias prácticas y discursivas
funcionan poco, o mal, o no funcionan o peor, son funcionales a los intereses
establecidos y a su decisión política de continuar con la actual explotación.
Las marchas pacíficas fueron eficaces en algunos casos, se piense a la enorme
violencia ejercida por Gandhi (mucho mayor que la de Hitler dice Žižek para
provocarnos). Y es que en efecto, un cambio de dirección para esa enorme masa
inercial implica, necesaria y rotundamente, una enorme resistencia. Resistencia
tal, que no es siquiera percibida como resistencia, sino como mantenimiento de
la paz y del estado de derecho. El cálculo de la resistencia que ejerce un
movimiento no inercial es importante, pero, sobre todo, es indispensable una
estrategia concreta y eficaz para superar esas resistencias, sobre todo si,
como es el caso, éstas son de órdenes de magnitud considerables. Por eso, desde
una perspectiva estratégica, resulta económico presentarse como aquel que
moverá a un país hacia la modernidad, contra toda normal y comprensible
resistencia, cuando en realidad concretamente sólo se sigue en la misma
inamovible dirección.
Ahora bien, estas inversiones semióticas
como otros desplazamientos semánticos o sujeciones simbólicas, se aplican no
sólo ni exclusivamente a nivel centralizado, en los comunicados oficiales, en
las notas de las grandes cadenas televisivas, en la publicidad o en las
técnicas organizacionales de las empresas. Dichas tecnologías
semántico-semiótico-simbólicas o “sobre-estructurales”, por cuanto resulte
indigesto, reposan en la explotación y el aprovechamiento racionalizado de tendencias
naturales. Esto no significa que, como precisamente quisiera presentarse “el
mecanismo”, este sea el único o el mejor, en tanto es “natural”. Pero tampoco
puede ser pensado como algo distinto o separado de la "naturaleza". Expulsar la "naturaleza" (ideas físicas como inercia, entropía o equilibrios energéticos) de
la comprensión de los mecanismos sociales, significa, precisamente, cometer la
misma simplificación en la que caen los defensores del status quo: separarse de la "naturaleza" sólo para encontrarla de
nuevo, negada en el interno, y proyectarla objetualizada hacia el exterior. No
puede comprenderse ni destruirse el mecanismo sino se reconoce su capacidad
para capitalizar, sí de manera social, procesos o tendencias "naturales": energéticas, perceptivas, psicológicas, lingüísticas o mecánicas que sean.
Ahora bien, y esto es fundamental: saber racionalizar los fenómenos de acuerdo
a ciertos intereses no quiere decir, absolutamente, ni que los intereses sean
racionales ni que su racionalización sea la más razonable posible, sin embargo,
de acuerdo a la economía de esa racionalidad determinada, probablemente sino la
mejor, esa será una de las racionalizaciones más económicas en función de esos
intereses.
Dicho todo lo anterior, ¿cuáles son
entonces, concretamente, estas técnicas y tecnologías para una economía
estratégica de la protesta y de la lucha? La respuesta es clara y negativa, no
puedo saberlo. Sin duda, movimientos jóvenes y no tanto han tomado pasos en esa
dirección, pero la urgencia y necesidad apremian y hoy no resulta claro, ni
aquí ni en otros lugares del mundo, que tácticas correlativas a la potencia
disciplinante y seguritaria contemporánea estén siendo desarrolladas y puestas
en obra para contrastarla. La impresión es más bien de una posición ideológica
e inmediata contra otra, es decir, de una lucha que se supone natural contra fuerzas
que se suponen innaturales. Es necesario, en cambio, penetrar en la naturaleza
del maquínico mecanismo, salir de la inmediatez de la reacción para encontrar
estratégicamente los medios, multiplicarlos, volverlos ubicuos, afinar sus
puntos de aplicación en modo que su violencia tenga efectos y que esos efectos
sean los deseados, sobre todo en el nivel del imaginario, del ámbito simbólico
y pulsional (estrategias para transformar aquello que se desea). Sólo así, un
movimiento de los cuerpos será en grado de desplazar a los actuales voraces y
caoideos acaparadores de los medios de producción y comunicación.
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