Por
cuántos esfuerzos haga, mi reflexión no logra
aferrar
el amor; me queda en mano sólo la con-
tradicción.
S.O.
Kierkegaard, In vino veritas
Entonces; la puerta de acceso a la transformación de sí y del
mundo no se encuentra en la reforma del Estado ni en la aceleración
tecnológica, tampoco en la colectivización ni en la afirmación de la voluntad.
Todos estos medios se ponen como tantas otras pantallas entre la verdad y la realidad
de la existencia así que éstas jamás se encuentren; son como tantas otras
exterioridades que ponen unos fines en un espacio y en un tiempo del cual nos
separan mil parabrisas. Por eso durante la revuelta el primer reflejo es destruir,
no sabríamos decir qué tan simbólicamente, el número más grande posible. Y esto
se hace esencialmente para sentirse individual y colectivamente por fin aquí y ahora, se hace para disminuir el
espacio que nos separa de nosotros mismos y aumentar la distancia con aquello
que percibimos como hostil. Y es esta búsqueda de la inmanencia con uno y con
los otros la que nos lleva naturalmente a pensar que la experiencia de la
revolución y la experiencia del amor se parecen mucho, que comunican tanto
entre ellas.
Pensándolo
bien parece como si la voluntad de cancelar la experiencia del comunismo en las
décadas pasadas se moviera a la par con aquella de cancelar el amor. Así como
el comunismo ha sido sustituido por una infinita e inconcluyente contratación
de derechos, así también el amor se ha vuelto un hecho contractual, un empeño
sobre el cual comerciar como se hace con cualquier otro aspecto de la
existencia. El amor ya no conoce siquiera la experiencia del final: se le
despide, quizá con un sms, y si vale
la pena se le añade en un Cv.
Un motivo de
la analogía podría encontrarse en el hecho de que tanto el comunismo como el
amor tienen una relación singular con el tiempo: luchan contra el presente,
contra la realidad dominante, su posibilidad para devenir está siempre en
relación con una imposibilidad en el presente. Ambas comparten el deseo de
suspender la Historia, ambas instauran un estado de excepción, ambas quieren
dispararle a los relojes y para ambas cada instante es el instante decisivo. El
comunismo y el amor están además acomunados por el deseo de compartir intensidades
en más de uno. Por eso, en la medida en que ya no se sabe qué cosa puede ser
una revolución, tampoco ya se sabe qué cosa puede ser un amor. Pero también a
la inversa: mientras más conocemos a uno, más capacidad tenemos de conocer a la
otra.
Que el Yo ame a la Otra -que se pueda hacer experiencia del
amor- no hace más que revelar la insuficiencia del Yo para conducir cualquier
experiencia y, de revés, revela también la felicidad de la pura experiencia de
la compartición; por eso aquella experiencia afectiva destituye al mismo tiempo Yo y la Otra, que se
muestran como nombres totalmente inadecuados. Podríamos decir, con Gilbert
Simondon, que el amor es máximamente desindividualizante,
porque no sólo “la problemática afectiva es […] la experiencia en la cual un
ser prueba no ser solamente un individuo”, sino también es aquella experiencia
que “suspende el modo funcional de relacionarse con los otros en la cual otro
sujeto, destituido de su función social, nos aparece en su más que individualidad”[1].
Yo destituyo a la Otra mientras esta lo hace con mi mismo y dentro de este
“movimiento inmóvil” se hace una experiencia común del mundo. A menudo esto se
descubre hasta después, cuando
sufriendo el final de un amor sabemos, de golpe, que el dolor viene de la
ruptura de este con-ser que implica una multitud de otras criaturas, objetos,
narraciones, sonidos e imágenes que componían aquél mundo (en toda la extensión
de la palabra mundo) que un amor constituye – un amor de hecho vive a su vez
dentro de una constelación “transindividual”, por eso tiene una vocación
antisocial, pero no antipolítica- y no ciertamente en función de una ofensa al
Yo, el cual, por el contrario, aparece precisamente en esta ocasión no sólo
como una ficción sino como aquello que obstaculiza el desplegarse de aquel
mundo. Lo intuimos sensiblemente cuando reconocemos en la experiencia amorosa
la labilidad de los confines del Yo, delimitados por una epidermis que sin
embargo muere y se regenera cada día y cada noche. Y es un descubrimiento
jubiloso. El amor aparece en el lugar en el que el Yo desaparece, y desaparece
cuando éste se vuelve de nuevo visible. En el amor se permanece en dos, sin
embargo, haciendo un uso singular de sí, a través de este afecto, no se es ya el
mismo. En el desamor lo mismo regresa a ocupar su antiguo lugar.
El amor puede ser una potencia destituyente por que es una de las raras
experiencias a través de la cual accedemos naturalmente a un diverso y libre
uso de sí y de la vida misma, algo a lo que podemos abandonarnos, o no. No es
una elección, es una decisión.
Gershom Scholem, hablando de Benjamin en su libro sobre la
historia de su amistad, ironizaba sobre él y no lograba comprender una cosa que
su amigo repetía frecuentemente y con obstinación, una incomprensión que se
enlaza con esa, profunda, que tenía el cabalista respecto al comunismo
benjaminiano: “no existe el amor infeliz”, repetía Benjamin[2].
Scholem pensaba que tal convicción estaba en contradicción con la difícil vida
amorosa de su amigo; una tesis francamente no sólo poco convincente por su
pobreza de argumentos, sino también porque muestra, precisamente, una
incomprensión de fondo respecto a aquello que Benjamin entendía por felicidad.
Se puede
decir, por el contrario, que existen individuos infelices por que, incluso con
todo el esfuerzo del que hemos sido capaces, no hemos logrado evitar el retorno
del individuo liberal en mi o en ella; o bien no somos capaces de acceder a la
experiencia amorosa porque no se logra deponer el Yo. O también porque el individuo
se pierde en el mandato de pensar la felicidad como algo que se posee o de lo
que se carece como si se tratara de cualquier otro objeto, votando así desde el
principio para ponerla en jaque; o, todavía, imaginándola como algo que se
cumple o termina en el futuro, como banalmente se sintetiza hoy cuando alguien
dice “tengo una historia”. El amor, como los otros oasis, puede aparecer como si fuera un refugio para el individuo,
pero se confunde fácilmente con el desierto si se vuelve individualismo, si se
acontenta con ser la compartición de un narcisismo a la segunda potencia.
Ahora bien,
cuando, contra toda razón, se materializa, precisamente en tanto se expone en
el mundo como una forma de felicidad común y por lo tanto inapropiable, el amor
es capaz de atravesar incluso los más desastrosos fracasos sin perder una pizca
de su potencia, que es destructiva cuanto creativa. Pobre y potente, presente
aún en la ausencia, como la revolución. Puede entrar en la vida en cualquier
instante, como el Mesías. El amor permanece como una experiencia feliz aún en
el abandono y en las más arduas dificultades, capaz de derrocar todo tipo de
obstáculo que se le pueda poner enfrente haciendo uso de una violencia
primitiva. Cualquiera que haya amado lo sabe bien. El amor es atravesado
continuamente por líneas de intensidad extremas, por eso es un afecto
exquisitamente político. Afirmar que no existe el amor infeliz significa
entonces tomar posición contra uno de los mitos más fuertes y duraderos de la
civilización occidental que, no casualmente, es el del amor infeliz, con toda
la culpa y el destino de sufrimiento al que la humanidad está condenada.
Un día de 1983, durante una lección de su curso sobre cine,
Gilles Deleuze hablaba de Nietzsche y de su concepción del amor, de la verdad y
de la potencia del percibir. En un momento le sucedió decir que también en un
amor desafortunado puede haber júbilo, si esta experiencia ha sido capaz de
hacernos percibir algo a lo que antes no teníamos acceso. El amor es una de las
posibilidades, la más potente, para aumentar la potencia de existir,
precisamente por que nos vuelve capaces de percibir dimensiones de la
existencia de las que no éramos capaces y en consecuencia destituir las
supersticiones a las que estábamos sometidos, como aquellas representadas por
el destino o la deuda inextinguible. Viceversa, la incapacidad de perseverar en
un amor nos expone a la disminución de esa potencia.
Deleuze se
apresura a precisar que ni él ni Nietzsche son partisanos del liberalismo
existencial o de aquello que hoy llamamos “poliamor¨: no nos están diciendo que
hagamos una colección lo más amplia posible de relaciones amorosas; ellos dicen
“entre más amen a alguien, más aumentan su potencia de existir y así se
volverán más capaces de percibir cosas, si es necesario incluso cosas de
naturaleza completamente diversa”, es decir percibir las cosas, las mismas
cosas de antes, en un modo diferente[3].
Se trata siempre de un ligero dislocamiento del eje, esta vez el eje de una
vida, su devenir real. La definición de la potencia es para Deleuze exactamente
esta: no consiste en la relación en cuanto tal, sino en el afecto más la
percepción. El amor es aquello por lo que nos volvemos conscientes de lo que
significa pasar de un estado de la vida a otro, de una intensidad a otra más
potente, y por eso incluso un amor desafortunado, derrotado, fracasado, si dá
testimonio de este incremento de la potencia, permanece, siempre, una
experiencia de la felicidad. Y dado que percibir a través de un afecto
significa tener una perspectiva sobre el tiempo y en el tiempo, Benjamin
sostendrá que la felicidad no tiene necesidad ni envidia del futuro, sino que
está totalmente impregnada de la época en la que vivimos: “Podemos imaginar la
felicidad sólo en el aire que hemos respirado, entre las personas que han vivido
con nosotros. En la idea de felicidad resuena, en otras palabras, -y esto es lo
que esta situación nos enseña- la idea de redención. Esta felicidad se funda
precisamente sobre aquél malestar y aquél abandono que fueron los nuestros”[4].
Esta es la única educación sentimental adecuada al devenir revolucionarios, es
decir aquella en la que el amor puede ser históricamente derrotado, seguramente,
pero que, exactamente a partir de nuestra impotencia frente a ello permanece
irreductiblemente una experiencia de la felicidad si somos capaces de redimirlo
en el recuerdo. Que el ser al que se ama existe,
que se desee que sea ahora y que se
tenga la potencia de rememorarlo[5]
es el hecho melancólicamente jubiloso que modifica nuestra percepción del
mundo, aún si aquél ser está lejos o se ha perdido para siempre. Su
cumplimiento no es un asunto de la Historia. Por eso Eloísa, respondiendo a su
amado y ahora lejano, perdido, Abelardo, sostendrá siempre que ella preferirá recordar y así continuar amándolo contra
cualquier mandato de la filosofía de él o de la moral social: el amor contra la
Historia. Y todo lo que vale para los amantes vale para una comuna, un pueblo
que viene, una clase revolucionaria; pues si es verdad que “yo no soy un yo,
nosotros somos un nosotros”[6];
en el medio, entre el yo que depone
el Yo y el nosotros que yo soy, está
el sé que hace experiencia del mundo con
otro. Sólo quien ha hecho experiencia del amor puede tener un acceso inmediato
al comunismo. Y lógicamente, entre más sabremos amar a alguien, mayor será la
posibilidad de su advenimiento.
Por otra
parte, la felicidad capitalista está, por el
contrario, toda proyectada hacia el futuro, aquello que nos es concedido
en el presente es vivir colectivamente su abstracción, hecha cosa en la
mercancía en la que nosotros mismos nos convertimos: amantes mesurados,
valorizados, endeudados. Todos saben que en este mundo los amores se
intercambian como las cosas y se pueden consumir infinitamente. Es una forma de
felicidad que no nos da acceso a ninguna verdadera experiencia, que en vez de
aumentar la percepción la disminuye sensiblemente, un estado del ser que puede
vivir sólo de la ausencia de pasado, de sentido, de verdad y por lo tanto, de
redención. ¿Existe el amor capitalista? No es fácil responder, lo que es seguro
es que existe una versión liberalista del amor que afecta a cada lugar y a cada
existencia como lo hace cada flujo de capital, y que se define por su práctica
priva de sensibilidad, oportunista y calculadora, privada de una lengua propia
y en la que el cuerpo es típicamente un valor de intercambio, una moneda de
carne, donde el bien del Yo funciona como legislador absoluto –mi bienestar, por encima y más allá de
todo- y como economista distribuidor de infelicidad, la cual, antes o después,
fatalmente regresa allí de dónde ha venido y condena al Yo a una existencia
carente de verdad, luego de amor y por lo tanto sumamente infeliz.
Y
obviamente, como nos ha enseñado Foucault, no es el sexo, la “sexualidad”, la
que nos puede decir algo sobre “la verdad sobre sí y sobre el amor”: lo que
salva es aquella intensidad que a través de este afecto somos capaces de
soportar en cada nivel de la vida, esa capacidad de percibir que aprehendimos
un día en la mirada de la otra e incluso esa capacidad infinita para vivir la
felicidad por fragmentos, más allá del presente, más allá del abandono y del
dolor de la existencia. Y quizá su secreto permanece en aquello que Benjamin,
en su ensayo sobre las Afinidades
electivas, llama “lo inexpresado”, lo cual es definido como un “arresto” de
las apariencias que permite el surgir de lo verdadero. En aquello que permanece
como no vivido en un amor, y esto vale también y sobre todo para un amor que
dura toda la vida, quizá demora su más profunda verdad.
“Tu eres la revolución”,
dijo un día el amante a la amada. No era, viéndolo bien, una afirmación, sino
una pregunta. La respuesta, si existe alguna, como siempre se encuentra en la
vida misma.
Extracto del libro:
"Non esiste la rivoluzione infelice"
de Marcello Tarí
[1]
Muriel Combes, Simondon. Individu et
collectivité, Puf, Paris 1999, pp. 55 y 67.
[2]
Gershom Scholem, Walter Benjamin. Storia
di un’amicizia, Adelphi, Milano 1992, p. 96.
[3] Cfr.
Lección del 13/12/1983, sección 3, www.2.univ-paris8.fr/deleuze/article.php3?id_article=273.
[4] W.
Benjamin, Sul concetto di storia,
Einaudi, Torino 1997, p. 128.
[5] “Toda
fuerza de vida interiorizada deriva sólo del recuerdo. Sólo el recuerdo da al
amor su alma”. W. Benjamin, Le affinità
elettive, en Angelus Novus, cit., p. 218.
[6] J. Taubes,
La teologia política di san Paolo,
Adelphi, Milano 1997, p. 108.
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