Allí el vuelo.
Un vuelo más bien aterrado y nada metafísico. Un vuelo
discreto hasta el arrastre. Yendo al ensayo, de regreso a los gatos o de vuelta
al congal, hacia el otra vez y el hervidero. Un día normal. Buscando un
consultorio o un vestido vacío, un silencio en medio de tanto combustible rugir
o la palabra precisa para una situación desesperada.
Total, no importa de dónde venga o a dónde valla; siempre
que llego (si llego), apesto. Me huelen sobre todo los pantalones, pero también
las mangas y el cuello de las camisas; me huelen me huelen las pupilas, las
clavículas, los pulmones y desde luego todas pero todas las conjuntivas; me
huelen las renuncias, los adelantos, los pagarés; las necesidades básicas de
perdón y olvido.
Luego entonces nunca falta cuando llego (si llego), una
princesa que olfateando tan alado desengaño, me tuerza en la cara la nariz.
Pero princesa de la nariz de porcelana, créeme, no huelo yo.
Es sólo que cuando voy pasando se me van pegando
microscópicos todos los hollines, se me adhiere el hastío de todos los escapes,
las volátiles fecales de las horas pasadas por nadie; las orejas inflamadas; el halitoso aliento que emerge de las fauces de tu ciudad.
Por fortuna sé (sólo yo por desgracia), aquello que husmeo deslizando
en el toser del ronroneo: a veces jazmín, de una imprenta la tinta fresca,
levadura, golondrinas, y los perfumes sin precio de una ciudad en donde todo,
nadie sabe, ya está vendido.
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