mercoledì, febbraio 04, 2015

EL TRABAJO DE LA DANZA EN LA ERA DE LAS VIDAS SAGRADAS


Antes de dejar tras de nosotros el predicamento biopolítico y en modo de delinear una nueva trayectoria política – o como Agamben prefiere llamarla, las políticas por venir – será de ayuda tomar una pequeña desviación y dilatarse en una muy curiosa manifestación de la biopolítica, una que nos llevará a través una pequeña historia sobre, créanlo o no, el ballet.
            Christina, Reina de Suecia, estaba por celebrar su veintitrés aniversario cuando René Descartes, el “padre de la filosofía moderna” de cincuenta y tres años, se unió a su corte en Estocolmo. Propio de su joven edad y de la estatura de una de las personalidades más poderosas en la Europa del tiempo, ella insistió en que Descartes bailara en su próximo ballet de corte. Cuando el filósofo valientemente la rechazó, ella exigió entonces que él fuera el escritor del libretto para la presentación. Éstas son las circunstancias que ostensiblemente llevaron a la composición del último texto de Descartes, El nacimiento de la Paz, un addendum por demás extraño a su obra que constituye su única aventura conocida en la poesía y la política. A pesar de que la autoría de este texto ha sido recientemente cuestionada, resulta difícil no ser sacudido por el libretto como tal.[1] En esencia, éste no es nada menos que una recreación condensada del Leviathan de Hobbes en danza y verso.
            El ballet inicia con una guerra de todos contra todos que sólo se tranquiliza hacia la mitad de la danza, cuando Pallas – interpretada por la Reina Christina en persona – entra en escena. Otros dioses que interpretan papeles secundarios en el elenco poseen ciertas disposiciones bien conocidas. Por ejemplo, Marte ama la guerra mientras que Tierra la aborrece. Si estos dioses actuaran en contra de sus inclinaciones – si Marte de improviso buscara la paz mientras que Tierra la rechaza – ellos estarían en pleno título incurriendo en culpa por abandonar sus destinos. Pallas (o Christina), por otra parte, se dice carece de esta natural consistencia (o constricción). Ella es una y la misma tanto en la paz como en la guerra; ergo, está prohibido incluso atreverse a verificar o fiscalizar su juicio. Otra yuxtaposición sorprendente involucra el corps de ballet que interpreta a la caballería. El libretto los presenta como brazos flexibles y resistentes bajo el comando de Pallas, quien es presentada en cambio como una sola alma que todos ellos comparten. Aquí, sin embargo, se encuentra el elemento probablemente más subversivo de esta danza: el corps de ballet representa el ejército (y por sinécdoque, la entera población) como simples cuerpos (corps) sin mente propia; pero Pallas, la soberana, no es ni la coreógrafa ni la libretista ni la espectadora sino otro bailarín más, un cuerpo presente físicamente mas que un alma verdaderamente evanescente. Pallas es Christina en la carne, saltando y girando para el disfrute de todos. No es coincidencia, èsta idea está encapsulada en el nombre mismo de ella: Pallas es otro apelativo para Atenea, la patrona de la gran polis griega. Mientras que el nombre Atenea deriva, como explica Platón, de “entendimiento” y “pensamiento”, el nombre Pallas “deriva de su danzar armada y en armadura.”[2]  Si la historia sobre la negativa de Descartes para participar en la danza es verdadera o falsa, y si él fue o no de hecho el autor del libretto de este incendiario performance barroco, lo hechos de la cuestión son que dos meses después del espectáculo el filósofo fue encontrado muerto, y cuatro años después de su muerte la reina voluntariamente abdicó al trono, pasando el resto de su vida en el exilio.
            La idea que sea posible hablar sobre la danza, que el movimiento del cuerpo danzante pueda ser articulado y capturado en un lenguaje crítico y sistemático, que pueda ser “problematizado” (para usar el término de Foucault), encuentra su soporte decisivo en la península italiana durante el siglo XV. Previamente, los léxicos muestran muy poca evidencia de palabras que describan movimientos específicos de danza. Durante el Renacimiento, sin embargo, por lo menos tres tratados fueron dedicados a la materia: el primero por Domenico da Piacenza, y dos más por sus estudiantes, Guglielmo Ebreo y Antonio Cornazaro. Los humanistas creían que una mente elocuente estaba incompleta sin un cuerpo elocuente. El movimiento gracioso era percibido como una manifestación directa de una aguda inteligencia. En consecuencia, ellos no veían al cuerpo danzante como separado del pensamiento, sino como lenguaje que constituye una gran parte y parcela del mismo. La danza fue concebida por primera vez como un arte, como un elemento importante del gran arte de vivir. Junto con la pintura, la arquitectura, la poesía y la ciencia, la danza se volvió parte integral en la edificación de seres humanos. Sin embargo, conforme el ethos del Renacimiento viajó con Caterina de´Medici a través de los Alpes en el siglo XVI, éste se fue esencialmente perdiendo en la traducción. Cuando los dignatarios extranjeros hacían visitas oficiales a Versalles, la falta de un lenguaje común se compensaba con las espléndidas danzas orquestadas por Caterina, ahora esposa de Enrique II. Esos ballets son algunos de los primeros ejemplos de propaganda de estado, finalizados a la glorificación del poder de Francia. Ellos demuestran como la nación-estado moderna y el ballet “clásico” entraron en la escena europea al mismo tiempo. Aunque la gente siempre ha danzado y siempre danzará, la historia del ballet es inseparable de la historia de la política moderna.
            Así las cosas, el ideal del “arte de vivir”, que informó el discurso sobre la danza en el Renacimiento, gradualmente dio lugar al discurso sobre técnicas para el disciplinar cuerpos y gobernarlos sobre el escenario: la elocuencia transformada en control y el agente pensante transfigurado en un obediente aparato. Incluso hoy, el entrenamiento de la ballerina clásica es uno de los mejores ejemplos de las formas en las que el poder y el saber pueden inscribirse dentro de un cuerpo humano. Caminar, probablemente el gesto más básico del Homo sapiens, es violentamente alterado de dos maneras: primera, las piernas giran hacia fuera en vez de hacia delante; y segunda, el balance entre el talón y los pulgares es rechazado a favor del predominio de las puntas. Las escuelas de ballet del siglo XVIII y XIX incluso utilizaban artefactos mecánicos especiales para lograr esas contorsiones en los pies de las bailarinas. Tan reciente como a principios del siglo XX, un prominente crítico francés podía por lo tanto escribir: “¿Se preguntarán si estoy sugiriendo que el bailarín es una máquina? ¡Pero desde luego que sí! Es una máquina para fabricar belleza, si es que de alguna manera es posible concebir una máquina que en si misma sea una cosa viviente y que respira.”[3] Pero más allá de la metáfora mecanicista, los bailarines de ballet fueron siempre concebidos como el símbolo secreto de la política del cuerpo. La pureza e inocencia de la ballerina, mientras es graciosamente levantada por su acompañante masculino, señalan que su frágil cuerpo es ofrecido como el sacrificio último a los ojos del soberano o del espectador lleno de si. Si hay una figura que encarna en su trabajo estas inquietantes corrientes subterráneas en el campo de la danza (como Leni Riefenstahl en el cine, Carl Schmitt en el derecho y Heidegger en la filosofía), se trataría entonces de Rudolf Von Laban. Laban se hizo de nombre famoso en tanto inventor del más influyente sistema de notación para la danza, además de contribuir de manera importante para la transformación del ballet clásico en una moderna práctica codificada. Es menos noto el hecho de que también dirigió, como dedicado oficial Nazi bajo el mando de Goebbels, un programa finalizado a establecer una disciplina que él llamo “danza total”. Una vida para la danza, el título de su biografía escrita en 1935, comunica de una forma más bien escalofriante el mito sacrificial que la comunidad dancística aún hoy lucha por superar.[4]
            El intento definitivo de purgar este mito sacrificial – marcando así el verdadero umbral entre ballet “clásico” y danza “moderna” – fue emprendido por el Ballet Russes. A pesar de su nombre, la compañía tenía su sede en París, habiendo dejado atrás las escuelas de ballet operadas por el estado en Moscú y San Petersburgo, y poniendo distancia respecto al poder político institucional. Su bailarín estrella, Vaslav Nijinsky, comenzó su carrera a la edad de diez años cuando fue admitido a la Escuela Imperial Rusa de Danza. Como los otros niños ahí, fue separado de sus padres biológicos y fue, para todos los efectos y propósitos, adoptado por el Tsar. Las innovadoras producciones del Ballet Russes eran aquellas coreografiadas por Nijinsky en persona. Entre sus cuatro creaciones, fue la tercera, La consagración de Primavera, la que nos sirve como paradigma. Aún si una documentación completa de la coreografía original ya no existe, podemos con seguridad decir lo siguiente: En vez de utilizar la clásica rotación hacia fuera de las piernas, los bailarines de Nijinsky recibieron indicaciones de girar los pies en modo que los dedos gordos estuvieran extrañamente uno frente al otro. En vez de levantarse sobre las puntas en un intento fútil por tocar el cielo, golpeaban con los pies el pavimento. La danza cuenta la historia de un sacrificio humano durante la celebración de primavera, una ofrenda por un nuevo comienzo. A pesar de las expectativas, Nijinsky no pretendió para si mismo el papel del bailarín principal, aquél que danza hasta la muerte, dado que aparentemente quería mantener la carga tradicional del símbolo de la ballerina mujer, la perfecta ofrenda sacrificial. El escándalo que se desató durante la premier en 1913 es hoy materia de leyenda. Aquellos que reivindican que la modernidad nació en este momento preciso (gracias también en buena medida a la música de Stravisnky), quizá no necesariamente estén exagerando.
            Cinco años después, a veintiocho años de edad, Nijinsky dejó de bailar y coreografiar. Comenzó su último recital, que dijo trataba sobre los horrores de la Primera Guerra Mundial, diciendo a su audiencia, “Voy a mostrarles como vivimos, como sufrimos, como creamos nosotros los artistas”. Luego se sentó en una silla sobre el escenario por media hora sin moverse. Cuando fue incitado por los espectadores para que comenzase a bailar, él replicó enojado: “¡Cómo se atreven a molestarme! No soy una máquina. Bailaré cuando sienta ganas de hacerlo.”[5] Para ese momento ya le habían diagnosticado esquizofrenia, mal que padeció por los restante treinta años de su vida. Fue atendido por el psicólogo existencialista Ludwig Binswanger, a quién una vez dijo que su cuerpo no era suyo, que alguien más lo movía. Cada vez que alguien se le acercaba durante sus últimos años, en los que esencialmente era un inválido, lograba aún decir, muy clara y coherentemente, “Ne me touchez pas” (No me toquen), las mismas palabras del Cristo resucitado cuando se le acerca María Magdalena.[6] “Soy el intocable,” quizá quería decir Nijinsky, “por que mi cuerpo danzante, que fue sacrificado para que otros pudieran vivir, ya no es sólo un cuerpo físico, igual que el cuerpo glorioso del bailarín sobre el escenario ya no es una vida desnuda sino una vida que no puede ser separada de su forma.” Años después de haber dejado los escenarios, un viejo conocido de visita en el sanatorio le pidió a Nijinsky que bailara. Luego de un largo momento de silencio y quietud, y para sorpresa de todos, él de repente se puso de pié, saltó en el aire y revoloteó allí con sus brazos y palmas extendidas el tiempo suficiente para que un fotógrafo hiciera sacara una foto. Al mirar esta imagen, surge en su movimiento suspendido la tentación de ver ahí el icóno de un nuevo messias que se ha desecho de la cruz, o bien el de un nuevo soberano que se ha desecho tanto del bastón, como de la espada.[7]

            Stéphane Mallarmé afirma que la danza es una forma de escritura, que el cuerpo del bailarín escribe una poesía sin aparatos de escritura. De ahí la noción de coreo-grafía, o escritura de la danza. Agamben inicia “El cuerpo que viene”, un breve ensayo sobre la danza (uno de sus intereses menos conocidos), contraponiéndose a esta idea ampliamente extendida: “La danza no se presenta aquí como una escritura, sino como una lectura. No obstante, el texto que ha de ser leído está perdido; o más bien, resulta ilegible. De acuerdo con la hermosa imagen de Hofmannsthal, ‘el bailarín lee aquello que nunca fue escrito.’”[8] La danza moderna, que ha ido prosperando durante el siglo pasado desde el ascenso de Nijinsky a la fama, es un testamento viviente de la posibilidad de leer aquello que nunca fue escrito en el libro de nuestras vidas modernas. El fuerte vínculo entre el ballet y la política apenas esbozado, intenta mostrar por que, quienquiera que desee participar en uno de los más prometedores y urgentes proyectos intelectuales de nuestro tiempo, es decir el esfuerzo por imaginar las políticas por venir, puede encontrar en la danza moderna una fuente importante de inspiración. Para los escépticos, Baruch Spinoza advierte, “Ellos aún no saben lo que puede hacer un cuerpo”.[9]

[Extracto del libro The Power of Life, de David Kishik,
 Standford University Press, California, 2012, pp. 27-32.]


[1] Richard A. Watson, Descartes´s Ballet: His Doctrine of Will & Political Philosophy (South Bend, IN: St. Augustine´s Press, 2007).
[2] Plato, Cratylus, in Complete Works, ed. J. M. Cooper (Indianapolis: Hackett, 1997), 124 (406d-707c).
[3] André Levinson, “The Spirit of the Classic Dance”, in Dance as Theatre Art, ed. S. J. Cohen (Princeton Book Company, 1992), 117.
[4] See Lilian Karina and Marion Kant, Hitler´s Dancers: German Modern Dance and the Third Reich (New York: Berghahn Books, 2003), 101.
[5] Romola Nijinsky, Nijinsky (New York: Simon and Schuster, 1980), 424-25.
[6] Peter F. Ostwald, Vaslav Nijinsky: A Leap into Madness (New York: Carol Publishing Group, 1991), 279.
[7] Romola Nijinsky, The Last Years of Nijinsky (New York: Simon and Schuster, 1980) xiv.
[8] Giorgio Agamben, “Le corps à venir,” Les saisons de la danse 292 (May 1997): 6.
[9] Baruch Spinoza, The Ethics, Treatise on the Emendation of the Intellect; Selected Letters, trans. S. Shirley (Indianapolis: Hackett, 1992), 106.